La obra de Cecilia de Val (Zaragoza, 1976) El monte perdido # 19 ha sido una de las 15 finalistas -de entre las 143 que se presentaron- del IX Premio Bienal Internacional de Fotografía Pilar Citoler 2017, cuyo ganador ha sido José Guerrero con el díptico Carrara # 01.

Uno de los propósitos del proyecto visual de Cecilia de Val es participar en el debate de la fotografía en la era digital, mediante el análisis y cuestionamiento de algunos de los conceptos que considera claves, tales como el acto de transformar el mundo en imágenes; la progresiva desmaterialización de la fotografía; la emergencia de un sistema que permita abordar situaciones en las que, defiende Martha Rosler, podamos ver los mitos de la ideología contradichos por nuestra experiencia real; o el empeño en localizar y situar la ruina, requisito previo a toda actividad cultural, al decir de Tom MacCarthy.

Las fotografías líquidas del proyecto El monte perdido son un depósito de historias cuya narrativa visual y conceptual remite, siguiendo a Walter Benjamin, a la tempestad que del pasado empuja hacia el futuro. En el Monte Perdido, paisaje de rocas e ideas, como el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón define a las montañas, sitúa Cecilia de Val un aleteo de la historia cuya imagen desmaterializa mediante un proceso experimental que consiste en sumergir las fotografías en una cubeta con líquido al que añade unas gotas de disolvente de ácido acético, a una temperatura de entre 5º y 9º C, justo antes de la congelación, lo que provoca que el papel de poliéster sobre el que se imprimieron las fotografías pierda la tinta y las imágenes se disuelvan, total o parcialmente, en el recipiente donde se realiza el experimento. Las fotografías líquidas muestran, por tanto, el proceso de la desmaterialización de las imágenes.

Crisis de la fotografía

La muerte de la fotografía ha sido un tema recurrente desde, al menos, los años 80 del siglo pasado y, por tanto, motivo de reflexión teórica. Geoffrey Batchen considera que la sentencia tiene su origen en dos preocupaciones relacionadas entre sí: la introducción de programas informáticos de tratamiento de imágenes que impiden al espectador diferenciar lo falso de lo verdadero; y la imposibilidad de distinguir el original de las copias. Es así que la fotografía se enfrenta a dos crisis, tecnológica y epistemológica, insuficientes, en su opinión, para determinar su fin, convencido de que un cambio en la tecnología de la imagen no provocará en sí mismo, ni por sí mismo, la desaparición de la fotografía pues, no en vano, su historia desde los inicios es la historia de las imágenes manipuladas de uno u otro modo. Y cita a Talbot, quien en su primer texto sobre fotografía, de 1839, se refiere «al arte de fijar una sombra» mediante «los hechizos de nuestra magia cultural». Nada impide que la imagen quede fijada en el soporte y sin embargo, Cecilia de Val experimenta con un proceso que determina la ruina de las imágenes, su desprendimiento total o parcial del papel en el que durante un breve tiempo quedaron fijadas. Como en un batir de alas, las tintas se rinden preservando con tenacidad de suave cadencia rítmica y débil vagabundeo el estriado de los acantilados, crestas, desfiladeros y escarpaduras del Monte Perdido; o semejan partículas de cristal, de geometría estricta y aguzadas aristas; para quedar convertidas en sedimentos que se depositan en el fondo de la cubeta. Lugar de escombros de un paisaje agónico que ya no es refugio, sino exponente del resquebrajamiento de la idea de Europa.

«No sé cómo hacen los que con una sola ojeada descubren, captan y juzgan», escribió Louis Ramond de Carbonnières, fundador del pirineísmo, en uno de sus relatos dedicados al ascenso al Monte Perdido. A su primera estancia en los alrededores, en 1787, siguieron varios intentos hasta lograr la cumbre en 1802. El mayor obstáculo fue localizarlo con exactitud: «Desde lo alto de los picos septentrionales no se ve sino la cima; descendiendo, ya no se ve nada». «¿El Monte Perdido? No había chicuelo que no lo supiese de memoria, sin que por ello hubiera más acuerdo sobre las cosas que sobre los nombres. Uno lo situaba en Francia, otro en España. Alguno lo había visto al cruzar la Brecha del Taillon, pero según él había dos o tres Montes Perdidos. Algún otro lo trataba con tal familiaridad que el más intrépido cazador del país no había llegado a la cima sino con ayuda del diablo, que le había conducido allá en siete etapas. Estaba claro que nadie conocía el Monte Perdido, y que jamás, desde que se da nombre a las montañas, hubo ninguna con nombre tan bien puesto». Corregir la falta de certezas y la nube de conjeturas pasó a ser el objeto de sus investigaciones, basadas en la observación directa. Para saber fue a ver. En 1797 escribió con entusiasmo: «El Monte Perdido es calizo, realmente calizo, secundario. Cuerpos marinos en la cresta de los Pirineos, ¡maravilloso fenómeno!». La descripción de aquellos fósiles coincide extrañamente con las imágenes de las fotografías líquidas y collages digitales de Cecilia de Val; quizás porque, como anotó Élisée Reclus en 1880, el origen del más pequeño fragmento de roca es el mismo que el del universo entero.

La facultad de distinguir lo que sobra de lo que falta -«el resto», lo llamó Ángel González García- ha caracterizado la trayectoria visual de Cecilia de Val, cuyas imágenes revelan la incertidumbre de un mundo inestable, la ruptura del ser humano con lo natural, el extrañamiento de las relaciones que establecemos con lo que nos rodea, y la pasividad e indiferencia de sabernos en lo marginal; o en lo perdido, como queda de manifiesto en el proceso de desrevelado al que somete las imágenes más repetidas y difundidas en Instagram en 2017. La catástrofe, a la que se refirió Benjamin, sigue activa, amontonando incansablemente ruina tras ruina.