Puestos a sumarnos a la moda actual, y dado que la dimisión de uno mismo apenas tendría la más mínima consecuencia para nadie, dedicaremos esta columna a censurar. Lo que probablemente tendrá el mismo nimio efecto, ninguno.

Censuramos a los cocineros ineptos, o mal intencionados, que pretenden ofrecernos cebolla de Fuentes en febrero, melocotones de Calanda en marzo o tomates rosa en abril. La temporalidad en la cocina es una opción libre, tan legítima como otras, pero cuando se elige, hay que ser consecuente.

Censuramos a la agresiva industria agroalimentaria que para mantener unos precios ridículos por la carne debe recurrir a trabajadores camuflados de autónomos y otras triquiñuelas.

Censuramos a los bares que se empeñan en contratar a guapas y guapos camareros que apenas saben distinguir un verdejo -vino blanco- de una garnacha tinta.

Censuramos a todos aquellos empeñados en hacer del placer de la alimentación, de la gastronomía, una angustiosa asignatura. Si estamos sanos, déjennos disfrutar del gluten, de las grasas, de los azúcares… Y no nos recuerden en cada etiqueta la necesidad de sumar calorías y demás ingredientes nutricionales.

Censuramos a los que dan gato por liebre; o vaca vieja por buey; bonito por atún; cabecera de lomo industrial por presa ibérica; cola de canguro por rabo de toro; patatas fritas congeladas por frescas, etc.

Censuramos que nos obliguen a comprar en paquetitos repletos de plástico y envoltorios, que nos olvidemos del granel, de la libertad de elegir la ración que queremos comprar y consumir.

Censuramos, finalmente, que los productores de alimentos, nuestros ganaderos y agricultores, los preservadores de la vida en el mundo rural, no puedan llevar una vida tan digna como sus compatriotas de las ciudades.

Y aquí sí, en contra de lo que pase en el congreso esta mañana, tenemos capacidad de decidir. No yendo o no consumiendo.