Mientras la vida actual aparece cada vez más tecnificada, en la gastronomía y la alimentación parece que se impone lo de toda la vida. Así la publicidad de alimentos industriales incide en su carácter tradicional y casero, igual que los numerosos restaurantes que utilizan el mismo reclamo para atraer o tranquilizar a sus posibles clientes.

Pero sépase de entrada que resulta imposible, por propia definición, que una industria alimentaria, grande, mediana o artesana, elabore comida casera. Esa sopa, que estará muy rica, jamás la hubiera podido hacer nuestra abuela.

Y desde luego, en pocas casas serían capaces de servir cientos de potajes a lo largo de varias horas u ofrecer diferentes guisotes de carne a elección del comensal. Se servía lo que había y punto: comida casera, sin posibilidades de elección, faltaría más.

Quizá ese pretendido retorno al pasado, superficial y fatuo -¿Cuántas intoxicaciones se han evitado gracias al frigorífico, en absoluto tradicional o casero?- no sea más que una especie de refugio, de vuelta al útero materno, una manera de protegerse ante un mundo cada vez más hostil, insolidario y complicado.

Pues esa cocina casera ya no existe ni en las propias casas, donde cada vez se guisa menos. Es cierto que muchos clientes añoran ese tipo de comida y buscan establecimientos donde la remeden o evoquen, pero jamás cocinan allí como lo pudiera hacer su abuela. Ni tampoco esa sopa de cocido casera-industrial procede del citado guiso. Llevará, con suerte, similares ingredientes, pero no se habrá hecho igual.

Son otras cosas, a veces mejores y en ocasiones, bastantes, mucho peores. Pero siempre diferentes.

Así, dejemos la cocina casera donde debería estar y disfrutemos de ella cuándo y cómo nos plazca, si podemos. Sabiendo que esa lasaña viene de unas máquinas y que el cocido tradicional quizá lo haya elaborado un pinche marroquí. Que tampoco pasa nada.