La primera vez que vimos y escuchamos a Rufus Wainwraight en Zaragoza fue en 2009, en la novena edición del Festival Independiente de Zaragoza (FIZ). En aquella ocasión, en la enorme Multiusos y con un público más pendiente del reloj (a continuación actuaba Russian Red) que de los desarrollos musicales de Rufus, su actuación quedó un tanto deslucida. Así que el martes, en el Teatro Principal, llegó el momento del desquite. Wainwraight llegó con el mismo formato que hace ocho años: en solitario, acompañándose con el piano en unas ocasiones y con la guitarra en otras; con idéntico poderío vocal que entonces y un repertorio que ofrece algunas de las piezas que más le gusta interpretar en directo. Y, ahora sí, cantando para un público tan respetuoso como entregado.

Tengo escrito que Rufus Wainwraight es compositor inspirado e intérprete brillante, reina de corazones de la baraja del pop y rutilante estrella barroca del cabaret de los sueños locos. Y así se muestra en los conciertos, incluso en los de corte íntimo como el del martes, lejos de sus presentaciones con grupo, de las plumas y el oropel. En Rufus confluye el pop de matices diversos, la grandiosidad de la ópera, el humo del cabaret, la luminosidad del musical, la espiritualidad del gospel y la cercanía del folk. Qué haga con todo eso sobre un escenario depende, lógicamente, de diferentes variables.

El martes, sobre el del Principal, Rufus comenzó a desplegar su talento (su encanto lo sacó a relucir nada más abandonar bambalinas) con la espléndida interpretación del A Woman’s Face, o lo que es lo mismo: el soneto número 20 de William Shakespeare, que grabó en el álbum All Days Are Nights: Songs For Lulu (2010) y más tarde (2016) en el disco Take All My Loves, dedicado por completo a algunos poemas del bardo de Stratford-upon-Avon.

Hasta ese momento escuchamos a un músico de facultades extraordinarias y canciones hermosas, sí, pero falto de temple, de calor. Así, técnicamente impecables, pero emocionalmente flojas sonaron piezas como Grey Gardens, Vibrate, Les feux d’artifice t’appellent (composición registrada en All Days Are Nights: Songs for Lulu y recuperada hace dos años para cerrar su ópera Prima Donna), Out Of The Game, Jericho, Gay Messiah (aderezada con la historia de una curiosa y minoritaria protesta que le ocurrió en San Remo) y Art Teacher.

Metido pues en harina, Rufus comenzó a subir la temperatura del concierto, sin escatimar tiempo ni programa (hay que anotar que lo preferimos cuando se acompaña con el piano, pues es un guitarrista discreto), atacando I’m Goin In (una hermosa composición de la triste y prematuramente desaparecida Lhasa de Sela), Greek Song, Not Read To Love (también acompañada por otra anécdota jugosa), Sans Soucis, Beauty Mark, Dinner At Eight, Sword Of Damocles (una canción cuya presentación aprovechó para recordarnos que el mundo está hecho unos zorros y regido por algún que otro impresentable), Candles (arrebatadora, a capella, mezcla de himno irlandés y plegaria góspel) y Cigarretes and Chocolate Milk. Y se despidió. Pero por poco tiempo: los aplausos le reclamaron y correspondió a ellos con tres propinas: Going To A Town; la sinuosa revisión de Halleluyah, de Cohen, y La complainte de la butte, de la banda sonora de la película Mouline Rouge.

Concierto largo e intenso. Como Rufus mismo. Excesivo y demasiado perfecto para algunos (Rufus, digo). Toda opinión es válida. Este escribano piensa, como Balzac, que hay perfecciones irritantes, pero que no es el caso de Wainwraight; y comparte, también con Balzac, su pasión por el dandismo. Ahí sí entra Rufus: un dandi perversamente cautivador.