Por exigencias del nuevo guion, Ricardo Darín (Buenos Aires, 1957) luce un envidiable pelazo al que no le sienta especialmente bien la humedad vasca. Atusándose la rebelde melena, el actor llega al festival de San Sebastián, donde recibe un premio Donostia a toda su carrera y, además, presenta película: La cordillera, en la que da vida a un presidente argentino con poco carisma que se enfrenta a una cumbre de mandatarios de América Latina y se tiene que ocupar de su hija, que sufre problemas mentales (se estrena este viernes).

La cordillera es un inquietante thriller político que retrata las cloacas del sistema y que nos enseña qué hay detrás de la consabida foto del apretón de manos entre tipos poderosos. Casi todos son varones, por cierto. ¿Qué pasa con ellos cuando ya no hay periodistas que les graben?

Hijo de actores que no conocieron la fama, Darín es un enamorado de un oficio «artesanal» en el que lleva desde los 8 años. Lo ama tanto que se resiste a hablar de política, pero no le queda otra. «Trato de no ponerme fanático, porque uno se ciega y pierde la objetividad. Todavía soy de los ingenuos que piensan que debe de haber un montón de funcionarios que se levantan bien temprano cada día y que trabajan para el bien común. El 90% de la comunidad mundial es gente trabajadora que quiere ser feliz y no desea el mal a nadie. Pero tenemos el 10% de hijos de puta que nos están aplastando la cabeza».

PROFESIÓN Y VIDA PRIVADA

A pesar de que la política invade todo el metraje, Darín insiste en la importancia de la vertiente humana de su personaje, que, al mismo tiempo que tiene que salir vivo políticamente de una cumbre de jefes de Estado, debe atender a su hija, inestable mentalmente. Padre de dos hijos, el protagonista de El secreto de sus ojos admite que cada vez le resulta más difícil conciliar su vida profesional con la personal. Y no tanto por falta de tiempo («no hay nada que disfrute más que estar con mi familia») sino por la exposición tan desmesurada que tienen ahora los actores.

Hace poco, un viandante le grabó en Buenos Aires mientras ayudaba a un hombre que estaba tirado en mitad de la calle. «La noticia hubiera sido que le hubiera pateado en lugar de echarle una mano. Me indigné con la repercusión que tuvo el vídeo. Y también mi mujer. Todos creemos que somos reporteros, que somos el paparazi oportuno. Qué estupidez. Es como si estás frente a algo que te apasiona y, en vez de que te atraviese, lo que único que se te ocurre es sacar el móvil y hacer una foto. Da igual que tengas la mejor cámara, que es el cerebro y los ojos, tú prefieres sacar el móvil», dice el actor argentino.

Darín asume que recibir un premio Donostia -es el primer actor latinoamericano galardonado en el festival- implica generosos paseíllos por la alfombra roja y peticiones infinitas de fotos. «Sí, joder, sí», admite entre risas. En todo caso, el Donostia él no lo ve tanto como un premio, sino como un reconocimiento. «Estamos en un certamen y el jurado está obligado a decidir qué filme o qué interpretación es mejor que otra. Eso siempre es algo perverso». Un razonamiento con el que coincide Fernando Trueba, que le dirigió en El baile de la victoria y que siempre subraya que las películas no deberían competir porque no son caballos ni coches de carreras.

Este año, San Sebastián otorga tres premios Donostia: a Monica Bellucci, Agnès Varda y Darín, un poderío numérico femenino nada habitual en la vida real. «No tengo ninguna duda de que si las mujeres avanzaran más en las decisiones del mundo andaríamos por otros lados. De momento, no estaríamos jugando a ver quién la tiene más larga. Pero creo que eso es algo que se tiene que dar forma de manera natural y no con fórceps. Las cuotas, muchas veces, se hacen solo de cara a la galería».

Se resiste y se resiste, pero no puede evitar la pregunta sobre el desafío independentista catalán. «Muchos me dirán que me meta en mis cosas. Pero voy a decir algo: no hay que olvidarse de escuchar a la gente. La verdad la tiene el pueblo», concluye.