El plano secuencia es el recurso cinematográfico que más se aproxima a la vida real. Contiene un grado de manipulación evidente, casi coreográfico, pero el resultado persigue retratar el tiempo en continuo. El maestro Berlanga decidió muy pronto en su larga carrera que el plano secuencia sería su seña de identidad como director. El plano secuencia es aquel plano que no contiene ningún corte, es decir, que deja fuera el recurso del montaje, para elaborar un estudiado movimiento de cámara enlazado al movimiento de los actores, pero todo ello en continuidad absoluta.

A Berlanga, un gran aficionado al elegante sadismo, incluso en sus ensoñaciones pornográficas, le producía un enorme placer asistir a la pelea de sus actores por lograr salir en el plano, poder decir su frase, a lo largo de estos planos largos y continuados. Algunos de ellos, como supe de primera mano, acababan con moratones en el cuerpo producto de la lucha denodada frente a gigantes de la escena como López Vázquez y Alfredo Landa. Tal era la lucha tenaz que Berlanga ponía en escena y que él presenciaba distante. Al terminar, ordenaba una nueva toma, a veces hasta 30, limitado tan solo por la duración de los chasis de 35 milímetros que no duraban más allá de 10 minutos. Indefectiblemente, cuando se gritaba corten, el director valenciano confesaba que aquello había sido una gran cagada, para desesperación de los integrantes del equipo.

En ese fatalismo elaborado, Berlanga vivía feliz. Desentendido, distante, socarrón, con un palillo en el bolsillo por si había que tocar madera con urgencia y con el gesto de tonto angélico que tan bien describió el guionista Perico Beltrán. En el día de su muerte, que nos deja sin el más grande director de cine que hemos tenido en España, sería un maravilloso ejercicio enlazar todos sus planos secuencia, desde los primeros que le sirvieron para contar la peripecia de una pareja feliz en la España negra y sin esperanza, hasta los últimos con sus miedos de viejo o sus ráfagas despiadadas sobre la cultura del pelotazo, en París Tombuctú y Todos a la cárcel. Pero su mirada pasa por cada estación de aquella última mitad del siglo XX, donde hubo sitio para la dictadura corrupta, la miseria moral, pero también para la llegada de la libertad, su perversión y la continuada victoria de los poderosos, los carroñeros y los aprovechados sobre la gente normal. Es bueno recordar que para él la gente normal no eran santos, ni tipos perfectos, ni gente de buen corazón, eran tan solo nuestra gloriosa presencia llena de defectos, carencias, zurcidos.

Ese supuesto plano secuencia, mucho me temo, será el mejor retrato narrativo de nuestro pasado reciente, por encima de lo que novelistas y artistas plásticos contemporáneos suyos han logrado. Una especie de continuo goyesco, donde la poesía nace de los charcos y no hay sitio ni para la mitología del perdedor ni para discursos ideológicos demasiado evidentes. Berlanguiano es ya un adjetivo, que habla de penuria y supervivencia, que tiene un deje cómico, marca de fábrica de aquella risa que perseguía Rafael Azcona, su cómplice necesario en las mejores películas de su carrera, esa risa que te deja el corazón helado, que te hace sentir culpable tras la carcajada.

Se ha muerto Berlanga, pero quedan sus películas, testimonio urgente de un tiempo confuso, que serán imprescindibles para desentrañar las huellas de un país que cambia a cada segundo, pero cuyos rasgos más acusados siguen indelebles en la obra de nuestros grandes maestros del humor realista, de la tragedia grotesca, llámense Cervantes o Berlanga.