Habíamos olvidado que Paul Auster quería ser Italo Calvino, Jorge Luis Borges, Philip Roth y John Irving al mismo tiempo. Quizá fue otro Auster quien lo deseaba, uno de sus álter egos agazapados en su obra, y ahora, tras siete años de concienzuda escritura, ha despertado de su letargo. Tal vez el resultado sea menos radical de lo que parece, aunque eso poco importa: 4321 (Seix Barral) es la novela-compendio que nos merecíamos, tras algunos traspiés que sugerían que su autor no sabía o no podía escapar de los límites de su propio universo. No ha escapado, pero sí los ha ensanchado hasta lo inimaginable.

Cuatro novelas en una es un acto de generosidad que no podemos pasar por alto, por mucho que parezca que Auster somete a su héroe, el ínclito Archie Ferguson, a un experimento de laboratorio literario que quiere sacar pecho ante el lector escéptico.

No hay escepticismos que valgan. Podría discutirse si le vendría bien una buena poda, si la sobredosis de incidentes abruma, si resulta necesario que sea tan didáctica en términos políticos o históricos, pero lo cierto es que 4321 es un logro mayor, en el que el azar adquiere esa dimensión cósmica, y a la vez controlada a rajatabla, que el autor ha buscado destilar en toda su obra. Es esa tensión entre lo contingente y lo regulado la que determina la estructura del texto, que permite que Archie Ferguson posea un ADN que se transforma en cuatro destinos distintos según las circunstancias que le toca vivir.

En las primeras cien páginas, el lector tiene tiempo para orientarse y detectar el catalizador de los cambios en la vida de Ferguson. Cada capítulo cuenta con cuatro versiones presentadas de forma alterna, pero cada versión se desarrolla cronológicamente, como un relato de iniciación. El diseño es ejemplar, de modo que, aunque muchos personajes se repiten cambiando su relevancia, el lector no necesita más información de la debida para ubicarse. No obstante, las coincidencias funcionan como una caja de resonancias, y en el recuerdo se mezclan situaciones, ecos y tramas, dándole una extraña, mesmérica unidad al conjunto.

En una de sus encarnaciones, Ferguson aspira a escribir una novela, que titulará La libreta escarlata, distinta a cualquier otra, un caos de fragmentos aleatorios e inconexos, un libro que le ponga a prueba contra lo que desconoce para comprobar si puede sobrevivir a la lucha. Ese libro es, por supuesto, 4321, donde al reto estructural se le añade el estilístico: si la prosa de Auster siempre se ha caracterizado por su precisión clínica, clara y concisa, aquí se derrama en frases que se yuxtaponen como cuentas de un collar infinito, como capas y más capas de sentido separadas por comas y más comas, como un río que no puede parar de fluir.

Es evidente que Auster está buscando la forma más apropiada a la torrencialidad de cada destino de Ferguson, que es rico, pobre, huérfano, heterosexual, bisexual, lector voraz, cinéfilo y etcétera, pero que siempre es, de un modo u otro, escritor. Es decir, autor de su propia vida y libro que reescribimos al leer, un folio en blanco abierto a las eternas, insondables posibilidades de la literatura que nos devuelve a un Paul Auster en plena forma.