Observó la realidad cotidiana. Radiografió su país. Diseccionó al ser humano y tomó partido por el débil y el perdedor. Autor de obras universales como Plácido y El pisito, Rafael Azcona no solo fue un guionista excelente. Fue un escritor fundamental. Cuando se cumplen 10 años de su muerte -falleció el 24 de marzo del 2008 por un fulminante cáncer de pulmón-, el cine español se sigue poniendo a los pies de un hombre sencillo, práctico, trabajador, persistente, lúcido, discreto y alérgico a los halagos. Un autor «que llegó a la cima de la literatura española contemporánea», en palabras de Fernando Trueba. «Un compañero con el que trabajé 25 años y que solo me hizo una putada: morirse», recuerda José Luis García Sánchez.

La exposición Una mirada a Rafael Azcona acaba de cerrar sus puertas en Palencia pero su comisario, Luis Alberto Cabezón, pretende programarla en otras ciudades con el objetivo de continuar reivindicando al autor que, en su opinión, mejor radiografió España. «Escribía en bares, observó la realidad cotidiana y tenía una enorme facilidad para contar las cosas», recuerda Cabezón, uno de los mayores expertos en el guionista riojano, al que ha investigado durante los últimos 25 años y con el que sembró amistad.

Un mes en una fábrica

Nacido en 1926 en el seno de una familia humilde, Azcona coqueteaba con la poesía y quería dedicarse a escribir. Pero Logroño le asfixiaba. Así que huyó de su ciudad natal y desembarcó en Madrid. «No tenía un duro. Un tío suyo le llevó a la capital y ahí empezó su nueva vida. Entró a trabajar en una fábrica, pero solo duró un mes y 12 días», recuerda Cabezón, autor de libro Rafael Azcona, con perdón. El café Varela de la calle de Preciados le descubrió el mundo bohemio de los poetas. Ahí conoció a uno de sus mejores amigos, el dibujante, escritor y periodista Antonio Mingote, que le llevó a La Codorniz, donde creó al repelente niño Vicente.

Autor de «novelas mayores» como Los europeos y Los ilusos, Azcona «sabía adaptarse como nadie», recuerda Cabezón. Por eso, y básicamente para ganar dinero de forma rápida y poder así pagar las facturas, escribió novelas románticas firmadas con el seudónimo Jack O’Relly. En los años 50 y 60 se forjó como escritor. Nunca dejó de ir en autobús, ni de espiar conversaciones, ni de devorar la prensa diaria (el germen de El pisito fue una noticia de La Vanguardia).

«Observaba a los seres humanos con una mezcla de compasión y ferocidad. Sus piezas corales, situadas entre el esperpento y el sainete, pero de un realismo brutal, constituyen una comedia humana de la España del siglo XX, cuya especificidad captó como ningún otro», sostiene Trueba en su Diccionario de cine.

A lo largo de su carrera obtuvo seis premios Goya (uno de ellos, de Honor) y el Premio Nacional de Cine, pero el joven Azcona no tenía ni idea de cine. De hecho, en más de una ocasión se jactó de no entrar en una sala. En 1956, un productor italiano buscavidas llamado Marco Ferreri lo reclutó para trabajar, pero la falta de dinero hizo imposible sacar adelante la película que tenían entre manos. «Azcona se cabrea y le dice que se haga director en lugar de productor», recuerda Cabezón. Ferreri fue el gran amor profesional de Azcona, la persona con la que más se divirtió y la pareja perfecta para dar a luz obras tan geniales como El pisito, El cochecito y La gran comilona.

Luis García Berlanga es el otro director fundamental en la vida y obra de Azcona (Plácido, El verdugo, Vivan los novios, La escopeta nacional…). Ambos empezaron a colaborar en 1959 en el capítulo piloto de una serie de TVE. El director de Esa pareja feliz y el guionista de El cochecito «estaban condenados a encontrase», según Trueba, que trabajó con el de Logroño en la oscarizada Belle époque (1992).

Entrañables y tiernos

Con Azcona, los personajes berlanguianos se hicieron más entrañables y más tiernos. Berlanga siempre lo explicó así: «Azcona es un hombre más moral que yo, más deseoso de salvar la humanidad que yo. Él desmoronó mi barroquismo y me convenció de que las historias deben ser químicamente puras». Desenmascaramiento de la caridad organizada que fue candidata al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, Plácido (1961) fue el inicio de una hermosa amistad, una obra universal que, en opinión de Trueba, «vuela por encima de las mejores comedias italianas». El final de la relación profesional con Berlanga lo marcó Moros y cristianos (1987), una parodia sobre los asesores de imagen.

Lúcido, talentoso y persistente, el de Logroño destilaba en sus guiones cierto humor con mucha trastienda. «En sus películas nos dice cómo somos», destaca el comisario de la exposición de Palencia. «Es hora de reivindicarle como un gran escritor. Un escritor que se dedicó al cine», añade. Diez años después de su muerte, Cabezón está convencido de que hay que reivindicar su figura. A Azcona siempre le gustó su invisibilidad. Fue el gran ausente de todas las fiestas cinematográficas, no le gustaban los micrófonos y cuando tenía uno delante jamás dejaba ver nada de su propia intimidad. Nunca dio demasiada importancia a su trabajo. «¿Quieres ser guionista? Tú eres imbécil», le soltó un día a un jovencito Trueba. Es hora -concluye Cabezón- de que el hombre invisible se estudie en los colegios y se venere en las filmotecas.