El maestro Josep Fontana (Barcelona, 1931) vuelve a publicar un libro de referencia en que reivindica, una vez más, el papel de la historia como «genealogía del presente» y la función del historiador como la de alguien que «debe explicar cómo hemos llegado a donde estamos ahora y animar a la gente a pensar por su cuenta, no a hacer profecías». En El siglo de la revolución (Crítica) Fontana aborda la historia del mundo desde 1914 hasta la misma victoria de Trump, tras cuatro décadas de «un proceso acelerado de desigualdad sin que haya fuerzas con capacidad de frenarlo». Puestos a buscar algo positivo, la poca fe que le queda a Fontana no está «en las élites dirigentes que adoctrinan a los de abajo por su bien sino en que las bases sociales que reclaman sus derechos algún día tengan capacidad de organizarse».

Fontana ya emprendió una visión global del siglo XX en Por el bien del imperio (2011), una historia de 1945 a la crisis del 2008. ¿Qué diferencia ambos libros, aparte de la ampliación del arco temporal? «Allí acababa en una crisis y cuando estamos delante de una tienes la conciencia de que se puede salir hacia una recuperación de la normalidad anterior. Han pasado años y el discurso actual ya no es el de la recuperación sino el de que aquellas condiciones sociales no regresarán».

Este año se conmemorará el centenario de la revolución rusa. Su trabajo empieza con la primera guerra mundial como prólogo de ella. «A mí la revolución me interesa más como causa de los miedos que generaron toda una política contraria, el reformismo del miedo, apaciguar las cosas para que no se extienda una revolución, y el ahogo de las posibilidades de cambio, como la Segunda República española, víctima del miedo al comunismo. Lo que se dice en este libro se podría resumir en lo que Warren Buffet, que es uno de los tres o cuatro hombres más ricos del mundo y nada sospechoso de izquierdismo, dijo hace tres o cuatro años, que la guerra de clases existe y la ha ganado su clase, que es la de los ricos».

Es el efecto positivo de ese miedo, sostiene Fontana, lo que «produce esa etapa del Estado del bienestar después de la segunda guerra mundial». Hasta que «el fantasma de la URSS como un conquistador mundial se desvanece, pero también se desvanece el miedo a los movimientos comunistas. Así que para el historiador es casi más relevante el 1968 como fecha de inflexión, cuando con la actitud del PC en Francia y la del bloque soviético en Praga «está claro que los movimientos comunistas no tienen ni el proyecto ni la capacidad de subvertir la sociedad», que la caída del muro en 1989.

No por casualidad, el curso de la historia en que estamos ahora no empieza solo con Thatcher y Reagan sino incluso antes, en 1973, cuando con Carter llega, para el historiador, «el punto clave de ruptura», cuando «un presidente y unas cámaras no renuevan la legislación sindical de la última etapa de Roosevelt atendiendo a las presiones de los empresarios».

En ese camino hacia la desigualdad, uno de los elementos clave ha sido la conquista del Estado por parte de la empresa. «Se ha ido consiguiendo gradualmente, con la financiación electoral, con las puertas giratorias... El ejemplo de Trump es evidente, es Wall Street el que está en el Gobierno, Goldman Sachs es más importante que el partido republicano. Logran políticas laborales favorables y evadir el pago de impuestos, que a su vez perjudica la posibilidad de los gobiernos de hacer políticas sociales

Ni los gobiernos tienen ya capacidad para obligar a pagar a las empresas».

Hablando de Trump. Y del Brexit. Detrás están unas fuerzas, las de la gente que «quiere que se oiga su voz», a las que, dice Fontana, «ahora le llaman alegremente populismo pero es la erosión de un sistema en la que las élites gobiernan con el consentimiento de los de abajo, y que según escribió Blair produciría exabruptos a izquierda y derecha, en los que unos demonizarían al inmigrante y los otros al banquero, aunque solo las fuerzas de extrema derecha han tenido capacidad para utilizar este malestar».

Fontana centra su libro en la desigualdad en el mundo desarrollado, aunque no deja de lado la desigualdad global. «Hay gente como Sala i Martín que dicen que la desigualdad en los países desarrollados se compensa porque hay una disminución de la desigualdad a escala mundial. Es una ficción peligrosa. No está nada claro. Si la hay, ¿por qué toda esta gente famélica de África se lanza al mar cuando el discurso oficial es que África está creciendo? ¿Quién está creciendo? El crecimiento de China y el de India, no está tan claro que reduzcan la pobreza, distorsionan la imagen global: está América Latina, África y el mundo de Afganistán a Marruecos que está en plena revuelta». Esta desigualdad está detrás de una de las tendencias que marcan el mundo de ahora mismo: la «gran migración», una «huida que no solo se puede atribuir a los efectos de la guerra, sino al desmantalamiento de toda la economía agraria de subsistencia».