El domingo 4 de febrero, Netflix estrena por sorpresa The Cloverfield Paradox, tercera parte de la saga que (de momento) completan la magistral Monstruoso (2008) y la notable Calle Cloverfield 10 (2016), y se convierte en un fenómeno en internet. Hoy, ni dos semanas después, nadie se acuerda de ella. Es tentador quedarse con lo malo del asunto, con el ruidoso pero breve ciclo vital de una película que, en solo unos días, ha sido lanzada, vista, lapidada, desechada y olvidada. El sentido de esos estrenos sorpresa -y lo que suponen para la producción y distribución de filmes- ha dado y da para muchos artículos y reflexiones.

Estos días se ha opinado mucho al respecto. Pero me apetece centrarme en el efecto de esos estrenos sorpresa en el espectador, dimensión sobre la que no puedo negar que soy muy optimista. En un momento de cambio tan brutal en la manera de crear y consumir audiovisual, en una época tan inabarcable, aterradora y prometedora en ese sentido, pensaba de verdad que las películas como acontecimiento y fenómeno habían muerto. O, mejor dicho, que la celebración del estreno de una película y el posterior debate en torno a ella ya solo eran exclusivos de mastodontes como Star Wars. El estreno sorpresa de The Cloverfield Paradox prueba que no es así.

Sin ser tan desastrosa como se ha dicho, es más que probable que la película de Julius Onah no deje ninguna huella por sus cualidades cinematográficas. Pero, al margen de las malas críticas, el éxito de su estreno sorpresa contribuyen a probar cómo el cine (y quienes lo hacen) se va ajustando (se van ajustando) a los cambios para no perderlo todo por el camino. No es lo mismo que ir al cine a ver una película-evento y discutir sobre ella a la salida, pero quiero creer que tampoco está tan lejos.