A mí siempre me ha gustado que me cuenten historias, buenas historias, de esas que me emocionan, que me llegan, que me provocan sonrisas y me invitan a derramar lágrimas, como si de repente las vivencias de la ficción se impusieran y formaran parte de una realidad que me mira a la cara desde una distancia muy corta. Ay, los personajes creados por Alejandro Palomas me tienen loco. Pero así, tal cual. Yo ya empecé a leer a este maravilloso autor hace años, encantado de ver cómo lo cotidiano se convertía en material literario, obras mágicas por cuyas páginas corrían ríos de tinta y de sensaciones. Después pasé a otra cosa, a otros lugares, a otras miradas, a otras épocas, pero inmerso en mi privilegiada posición de librero han caído en mis manos continuamente los títulos que ha ido pariendo desde entonces y la tentación, al igual que le pasaba a Oscar Wilde, se convirtió en lo único a lo que, llegado cierto momento, no podía resistirme.

A mí esto de que un libro sea una especie de secuela o continuación no me va mucho. Es decir, que sigan dando guerra los mismos personajes y parezca un reflejo de la vida misma, que no admite intermedios y sigue y sigue para pasar de una cosa a otra y acabar convertida en un todo al que de repente se mira con la distancia y la sabiduría que otorgan el paso del tiempo. Este año, su última novela, Un Amor, recibió el Premio Nadal, pero yo sabía que quienes la protagonizan ya habían hecho lo propio con Una Madre y con Un Perro, así que decidí perderme en mi habitación, encerrarme en el universo de Alejandro Palomas y leerme de un tirón la trilogía. Y aquí estoy, días después, renegando de lo dicho y esperando a que vuelvan todos ellos a aparecer de nuevo en otra obra en la que se nos cuente la continuidad de sus vidas, con sus miserias y sus alegrías, con sus miedos y sus arrebatos, con su humor, con su necesidad de estar donde se les quiere…

Resulta absurdo hablar de protagonistas y de secundarios, pues todos entran y salen a la palestra mostrando una personalidad necesaria para que las piezas encajen y el ritmo no decaiga. En efecto, no decae en ningún momento. Una Madre, editada por Siruela, supone el principio, homenaje a Virginia Woolf incluido, de esta familia a punto de estallar en plena cena de Nochevieja, un escenario perfecto para hacer que los secretos y las mentiras afloren. El narrador, Fer, el hijo conciliador, alter ego del autor, nos conduce como si se hubiera colocado encima de una cámara y nos dedicara un travelling legendario. Y así llegamos a ellas, primero a la matriarca, excesiva, explosiva, excéntrica, extraordinaria, y luego a las hermanas, para las que no caben adjetivos que las limiten, a quienes empezamos a conocer y reconocer, sabedores los lectores de que son mucho más de lo que parecen a simple vista, y de que poco a poco nos veremos todos obligados a entrar en ellas por la puerta grande. Sus historias son hermosas, construidas con momentos trágicos que se han quedado enquistados en las entrañas y que buscan salir fuera para que la vida vuelva a ser vida. O al menos, para que la vida encuentre rincones donde el silencio acalle las voces.

Un Perro, editada por Destino, nos conduce a una etapa nueva de esta familia que, no obstante, mantiene la esencia y añade elementos que ya no se marchan. Y así hasta que en Un Amor se cierra el ciclo de momento y todo lo que había quedado fuera de sitio se recoloca. Y la mirada se queda quieta. Y uno piensa en lo que hasta entonces no había pensado. Los libros de Alejandro Palomas están llenos de madres, de perros y de amores. Están llenos de frases que hay que retener para luego soltarlas en una cena o para guardarlas dentro de sí, no importa. Están llenos, sobre todo, de momentos que a veces hemos dejado escapar en la vida personal. Casi nada.