La arquitectura no puede hacer nada para salvar a los pobres del mundo. Así lo considera el arquitecto brasileño Paulo Mendes da Rocha: «Siempre esperamos que la arquitectura ofrezca edificios extraordinarios que, sin embargo, en realidad no cambian nada en absoluto. Esto no puede tener interés para nadie. Es como si hiciésemos la misma cosa con formas siempre cambiantes». Con estas reflexiones seguidas de las que Antonio Gramsci escribió poco antes de su muerte, en 1937: «Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparecen muchos síntomas malsanos», concluyó Kennet Frampton su ensayo Historia crítica de la arquitectura moderna. Punto final.

Consciente de la situación de la arquitectura en la era de la globalización -a la que Frampton atiende en el último capítulo de su libro- Fernando Romero (Teruel, 1983) decide mostrar en su última serie Speculative Landscape (2017-2018) los códigos ocultos de programas de representación arquitectónica y urbanística con la voluntad de resistir desde la pintura. Una nueva actitud respecto a trabajos anteriores que supone modificar el proceso de trabajo. De tal modo que las imágenes procedentes de archivos fotográficos digitales están siendo sustituidas por las obtenidas a través de programas informáticos de simulación espacial con el objetivo de explorar, mediante la alteración de sus patrones, los límites de la ciudad, víctima de un desajustado e imparable proceso de expansión a nivel global, profundamente desafecto con el territorio.

El paisaje ha sido y continúa siendo el tema de la pintura de Fernando Romero, también en la más reciente. Y aquí recupero a Frampton cuando señala que la nueva concepción del alcance del paisaje es la que actualmente favorece la aparición del urbanismo paisajista, concebido como un modo de intervención con objetivos estratégicos totalmente distintos a una práctica desacreditada de los planes generales. Para mejor explicar la situación cedió la palabra al arquitecto paisajista James Corner que, en 2003, declaró: «En los últimos años hemos presenciado un cambio importante: cualquier ubicación ha comenzado a considerarse un paisaje, ya sea natural o artificial, y ha dejado de ser un telón de fondo neutro, más o menos decididamente escultórico, para los objetos arquitectónicos. Con este cambio de punto de vista, el paisaje se convierte en sujeto de posibles transformaciones; al no ser ya algo inerte, puede proyectarse, hacerse artificial. El paisaje se ha convertido en algo de interés primordial, en el punto focal de los arquitectos».

Descontextualización

Esta modificación no pasa inadvertida para Fernando Romero, que la pinta con el propósito de evidenciar el diseño y fabricación del territorio desde una posición de urbanista-pintor pues, como ha explicado en su entrevista en masdearte.com, utiliza los mecanismos gráficos del software para construir un paisaje que evidencia las formas gráficas y volumétricas, generando fallos escenográficos intencionados.

Todos los datos son reales pero decide descontextualizarlos en su pintura con el ánimo de proponer nuevas relaciones entre los elementos y construcciones de un paisaje virtual inserto en territorios vacíos que, de alguna manera, descubren o interrogan los fines de naturaleza especulativa y mercantilista que dirigen los proyectos urbanísticos y las grandes transformaciones topográficas.

Pintar la arquitectura

En 1929, Le Corbusier escribió sobre su Villa Saboya: «Los habitantes, venidos aquí por la belleza de esta campiña agreste y su vida en el campo, la contemplarán, intacta, desde lo alto de su jardín colgante o desde los cuatro lados de ventanas corridas. Su vida doméstica se verá inmersa en un sueño virgiliano». Fernando Romero, a quien ya interesaban los límites, la pintó en la secuencia Paseo hasta la linde (2015-2016) que expuso en la galería A del Arte, en 2016. La Villa Saboya compartía escenario con la Villa Tugendhat (1930), la Casa Farnsworth (1946-1951) y la Casa McCormick (1951-1952) de Mies van de Rohe, cuya adaptación arquitectónica de la composición suprematista-elementalista que fue su Pabellón de Alemania en la Exposición Internacional de Barcelona (1929), en edificios de vivienda convertidos en espacios flotantes libres de apoyo, regía la representación de las construcciones pintadas y avanzaba en los ejercicios de la serie Cajas de cristal en las que Fernando Romero ensayó configuraciones estructurales mínimas y esquemáticas. Repentinamente, las nubes cubrían los cielos de la Unidad habitacional y tomaban forma de cumbres montañosas como telón de fondo de la Villa de Saboya; obras que anunciaban, en su articulación visual, un cambio de dirección que iba a fijar la emergencia de una tierra baldía que ligó a la «Zona», región envuelta en el enigma de la película Stalker de Andrei Tarkovsky, y al concepto «terrain vague», que acuñó el arquitecto Ignasi Solà-Morales: lugares aparentemente olvidados donde la memoria del pasado se erige en el presente, lugares obsoletos y extraños, alejados de los circuitos y estructuras productivas, islas interiores sin actividad, restos de la dinámica urbana.

En esos lugares acabó el paseo que Fernando Romero propuso, justo hasta la linde donde las expectativas de la nueva arquitectura, que en su día chocaron con la depresión económica, hace tiempo que perdieron su función.

De aquellos planos quebrados de color, y abstracciones de lugares vacíos, indefinidos, inciertos y sin futuro, fueron surgiendo los paisajes de la serie Speculative Landscapes, partícipes de una malla de crecimiento desmesurado y caótico cuyo principal objetivo es dar respuesta a la necesidad insaciable por consumir.

El mundo no puede sostenerse, no digamos redimirse, mediante la actual combinación de la avanzada tecnología de los medios de comunicación y la voracidad del mercado. Palabra de Mendes da Rocha.