En las elecciones que lo convirtieron en presidente de forma inesperada, Donald Trump obtuvo la mayoría de su apoyo de ese segmento de la población estadounidense mayormente de raza blanca y situación económica precaria que habita en lo que conocemos como América profunda. En el estado de Indiana, sin ir más lejos, obtuvo más de tres cuartas partes de los votos en juego. Allí, y en concreto en la localidad granjera de 1.063 habitantes que le da título, es donde transcurre el documental que Frederick Wiseman ha presentado este martes fuera de competición en la Mostra.

Como ha hecho en cada una de sus películas previas, en Monrovia, Indiana el maestro de la no ficción se adentra en el corazón de una comunidad y revela su funcionamiento, sus grietas internas y algún que otro trauma. "Me interesó investigar la vida en un lugar tan pequeño", explicaba ante la prensa. "Lo que más me llamó la atención es la falta de curiosidad de sus habitantes por el resto del mundo. Nadie habla de lo que sucede en Europa, en Asia, o en Siria. Hablan de tractores, de la familia, de recuerdos de la escuela. Es un mundo minúsculo".

A lo largo de casi dos horas y media de metraje -de acuerdo a sus estándares, esta es una película corta-, Wiseman recorre todos y cada uno de los lugares de reunión de Monrovia: la iglesia cristiana, el instituto local, una barbería, una cafetería, un establecimiento perteneciente a una cadena de pizzerías, una reunión entre representantes políticos. Y el retrato que resulta de ese periplo es una sociedad a la deriva, en la que las tareas son repetitivas, cuya población masculina se reúne para hablar de poco más que enfermedades terminales y tipos de munición. La femenina apenas se deja ver en público.

Pese a que en todo momento se muestra curiosa y empática, Monrovia, Indiana es una de las películas más tristes de un director que a lo largo de su carrera ha visitado cárceles, guetos e instituciones psiquiátricas. Lo que aquí presenta Wiseman es un grupo humano que siente haber sido dejado atrás, y que trata desesperadamente de aferrarse tanto a los símbolos que constituyen su razón de ser como a los políticos que los abanderan.