A Hollywood le encanta revivir el espíritu de sus géneros más míticos. Por eso ha visto una ocasión ideal para reavivar la llama de la nostalgia gracias a La ciudad de las estrellas (La la land), la película de Damien Chazelle que supone un colorista y melancólico homenaje al musical clásico, desde Cantando bajo la lluvia y Un americano en París a Fred Astaire y Ginger Rogers.

No es la primera vez que sucede un fenómeno parecido. En el 2002, Chicago, sobre la que planeaba la sombra del mítico Bob Fosse, se convirtió en la gran triunfadora de los Oscar. El mismo director, Rob Marshall, intentó repetir la jugada más tarde, primero con Nine (2009) —esta vez invocando el fantasma de Fellini y la dolce vita— y después con Into the woods, en la que recreaba los cuentos de hadas.

En realidad, muchos de estos proyectos intentan capturar la esencia de los musicales de Broadway y trasladar el éxito conseguido en las tablas a la gran pantalla. Es el caso de El fantasma de la ópera o Los miserables, propuestas de corte más clásico y acomodaticio, o de otras más extravagantes como Sweeny Todd, teñida por el genio de Tim Burton. Baz Luhrmann intentó dotar de un nuevo impulso al género con Moulin Rouge, irresistible delirio kitsch a modo de pastiche saturado de barroquismo escénico y herencia folletinesca.

En el ámbito más alternativo, Todd Haynes en Velvet Goldmine tiñó de purpurina y ambigüedad sexual el auge y caída de un ídolo del glam rock con reminiscencias a David Bowie a través de una imaginería neosicodélica con canciones de Roxy Music y Lou Reed. Más tarde, el mismo autor configuraría un experimento casi metalingüístico alrededor de la figura de Bob Dylan en I’m not there; y también muy intertextual fue la adaptación de El detective cantante, creada por Denis Potter, en la que se mezcla la novela negra con evocaciones freudianas y excéntricas coreografías retro. Y en la misma senda que Velvet Goldmine está Hedwig and the angry inch, en la que John Cameron Mitchell se acercaba a la vida de un transexual en un rabioso canto a la aceptación de la identidad.

Más lights y naíf son las aproximaciones al género de John Carney en Once y Sing street, en las que lo importante es el poder redentor de las canciones. Una óptica opuesta a la de Lars von Trier en Bailar en la oscuridad, en la que sumergía a Björk en un melodrama desgarrador salpicado por números musicales de carácter onírico.

Delicias francesas

En Francia, Alain Resnais homenajeó a la música popular de su país en la deliciosa On connaît la chanson, mientras que François Ozon reunía a algunas de las grandes damas de su cinematografía en 8 mujeres y Christopher Honoré destilaba su aliento romántico y juguetón en Les bien-aimés y Les chansons d’amour, esta última ambientada en París y a orillas del Sena, un escenario que también utilizaría Woody Allen en Todos dicen I love you.

Las canciones de The Beatles sirvieron como eje estructural de Across the universe; las de Abba. para Mamma mia, y los descartes de Belle & Sebastian para que su líder, Stuart Murdoch, emprendiera un proyecto alternativo que se convertiría en película, God help the girl.

Y para musicales contemporáneos bizarros, nada como mirar a Asia, sin pasar por Bollywood, que es otro planeta.