Myriam Moscona (Ciudad de México, 1955), hija de judíos sefardís de origen búlgaro, lo explica en su dulce castellano de acento mexicano. «Tengo la sensación de llevar una antorcha que lleva 500 años encendida y que me han pasado en el momento en que su luz se está apagando». Se refiere a la lengua de sus padres y sus abuelos, el ladino, y mucho antes, la de los antepasados que abandonaron sus casas en Sefarad, que es como llamaban a España, hace más de cinco siglos. No ha sido exactamente su lengua, porque sus padres llegaron a México jóvenes y adaptaron rápido a la realidad mexicana su castellano hebreo, su judezmo, pero sí la que hablaban sus abuelos que, rebasados los 70 años, sintieron al llegar que aquellos mexicanos eran en realidad sefardís porque, ¡milagro!, hablaban como ellos, aunque no demasiado bien y, por supuesto, faltos de «su musiquita, su música de origen».

Moscona, reconocida poeta, cuenta esas anécdotas en Tela de sevoya (Acantilado), o lo que es lo mismo tela de cebolla, un libro evocador, divertido -ese típico humor judío-, que en principio tenía que ser un poemario pero que se resistía y acabó en forma de novela extraña. La obra mezcla sueños, reflexiones, anécdotas, voces ajenas, además de las propias experiencias de un viaje a Bulgaria, la tierra en la que se asentaron sus antepasados tras la expulsión y donde nacieron sus padres, a los que perdió tan pronto.

Es también una investigación para la que tiene pocas respuestas: «Para mí es un misterio cómo el ladino pudo quedarse vivo en el interior de familias que se integraron perfectamente en otras comunidades como la griega, la búlgara, la serbia, la turca o la francesa y durante 500 años. Solo me lo explico gracias a que fue el aglutinante que mantenía unida la comunidad y también gracias al amor a España ». Calcular cuántos hablantes tiene hoy el ladino es difícil porque pueden oscilar entre 5.000 y 50.000 personas. «Se puede saber cuántos sefardís hay, pero nada más».