Hay un momento en Hannah y sus hermanas que muy bien puede reflejar la paradoja de recordar, metidos en la profunda tristeza de los atentados del jueves, que Groucho Marx se murió hace 40 años. La idea de que la risa es un lenitivo del dolor y la muerte. Lo descubre Woody Allen en la película de marras. Su personaje intenta suicidarse en vano. Se mete en un cine donde echan una película de los hermanos Marx y tiene la revelación de que la risa es una de las cosas por las que merece la pena vivir. Gracias a Dios por Groucho Marx quien, sin embargo, nos dejó una advertencia: «No reírse de nada es de tontos, reírse de todo es de estúpidos».

Cuando murió octogenario en 1977, sus películas, vistas en cines de repertorio, sesiones de cine escolares y omnipresentes en televisión -en España, era la mejor filmoteca del mundo entonces-, Groucho Marx todavía estaba vivo en nuestro imaginario. Una década antes, los movimientos de contracultura ya habían hecho suya su figura, la de un tipo del pueblo -«partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria»- que se dedicó a dinamitar las convenciones sociales sembrando el caos más absoluto. Por entonces sus gags seguían manteniendo una salud excelente. En un muro de la universidad de Nanterre, en el 68, un estudiante pasota escribió la hoy desgastada «soy marxista tendencia Groucho».

Hoy el cómico ha dado un paso más allá camino de la banalidad, bigote pintado y puro en riste, y está en el olimpo de los icono pop, imagen de camiseta junto al Che y Marilyn, mientras sus ingeniosas frases son recogidas a cientos en internet y los más jóvenes desconocen sus películas porque su acceso a ellas ya no es tan fácil y la mayoría no quieren ni oír hablar de ver una película en blanco y negro.

En su momento, el éxito de Groucho y sus hermanos también fue un reflejo de su tiempo. Lo de la nada como origen era cierto. Los tres hermanos, Chico, el mayor, Harpo, el mediano y Groucho, el menor (sin las caracterizaciones eran bastante parecidos), eran en realidad cinco. Zeppo, el guapo para entendernos, se descolgó cuando la Metro fichó a sus hermanos y Gummo no llegó a hacer cine. El motor de todo fue Minnie, la típica madre judía, que adiestró a sus chicos como a galgos desde niños para meterlos en los espectáculos de variedades, siguiendo la estela de un tío cómico. Los sobrinos acabaron siendo la sensación de Broadway, después de haber pateado los teatros de provincias más cutres y pulgosos durante años. Improvisaban de tal manera que a los espectadores no les importaba ver las funciones una y otra vez.

Pero entonces en 1929 llegó el Crack. Perdieron todo el dinero que habían invertido y eso les obligó a hacer las maletas camino a Hollywood. No eran precisamente jovencitos, tenían 40 años y más de 30 de trayectoria teatral. Con su sombrero de copa, su puro y sus grandes zancadas, Groucho era la imagen de ese burgués especulador que había llevado a todos a la ruina y de quien era bueno reírse.

Así que aceptaron un contrato de la Paramount en una serie de películas -no las mejores- que apenas eran filmaciones de cómo ponían el mundo patas arriba en el escenario. Se disparó entonces el efecto Woody Allen. Risas locas contra las miserias de la crisis económica y el paro. No son muy buenas las películas de esa etapa, con una excepción, esa obra maestra que es Sopa de ganso, la última de esa serie que fue un fiasco en taquilla.

El descubrimiento de verdad, el planetario, vino con Irving Thalberg, el legendario productor de la Metro, a quien se le ocurrió montarles una película, Una noche en la ópera y tras ella, Un día en las carreras. Pero Thalberg murió muy pronto, las películas se adocenaron y cuando llegó la segunda guerra mundial, «lo último que querían ver los espectadores es a tres payasos atacando la autoridad», según confesó.

En los años 50 y 60, el actor ya sin sus hermanos logró un agradable y apacible reconocimiento como conductor de un concurso televisivo, You bet your life, que congregaba a toda la familia. Fue en ese programa donde, cuenta la leyenda, ante una madre de once hijos, que alegó su prole era el producto del amor que le tenía a su marido, él dijo, un tanto agrio: «A mí, señora, también me gusta fumar pero de vez en cuando me quito el puro de la boca». En todo caso, si ocurrió, la pulla jamás se llegó a emitir.

Sirva la anécdota para profundizar en el carácter difícil de Groucho, más allá de su máscara y de los innumerables chistes bajo los que se escudaba. No hay más que leer ¡Hola y adiós! para darse cuenta de que no se apeaba jamás de su personaje, siempre contando historias que se contradecían unas a otras. Y los libros autobiográficos, Memorias de un amante sarnoso y Groucho y yo, son realmente divertidos pero no hay quien se los crea. ¿Importa? No mucho. Al fin y al cabo, según contaban, fue un cómico, Art Fisher, quien en una partida de cartas bautizó a los hermanos y a Groucho le puso ese nombre porque eran muy refunfuñón y grumble. Lo mejor de todo, es que ningún biógrafo ha encontrado el menor dato sobre el tal Fisher.

Se casó tres veces, tuvo tres hijos con los que no se llevó especialmente bien y aunque el que perseguía a las rubias en pantalla era Harpo tuvo, o más bien alardeó de, un sin fin de amantes y cuando sus tres esposas se hartaron de él, una exactriz de 25 años, Erin Fleming, recogió los restos y lo resguardó del mundo como un verdadero dragón para disgusto de su familia. No llevó bien hacerse viejo. «No es interesante, todo el mundo puede hacerse mayor si espera lo suficiente». Poco antes de morir participó en un debate televisivo en el que acabó concluyendo que la vida no era divertida. No importa, para los espectadores el descaro, la verborrea y el escepticismo de Groucho seguirán ahí para ayudarnos a soportar el dolor.