El sábado 1 de agosto de 1936, 100.000 personas hacen el saludo nazi ante Hitler, que acaba de dar por inaugurados los Juegos de la XI Olimpiada en el Estadio Olímpico de Berlín, con la mirada de la comunidad internacional puesta en él. Al mismo tiempo, a ocho kilómetros, a las afueras de la capital alemana, se acaba de construir el campo de concentración de Sachsenhausen, donde las SS ya encierran a judíos, disidentes, gitanos y homosexuales. La gran operación de propaganda controlada por el ministro Goebbels, que en su discurso de bienvenida habla de «fiesta de la alegría y la paz», se encargará de que los invitados (380.000; 115.000 extranjeros; 15.000 estadounidenses) no se percaten de ello, ni del antisemitismo reinante. Para ello, ocultando lo que sucede entre bastidores, orquesta un «gran teatro» del que han desaparecido los carteles en las calles de «prohibido a los judíos», donde la música swing reemplaza a los himnos nazis y en el que las diarias instrucciones a la prensa avisan de que «la tesis en torno a la raza no debe en modo alguno reflejarse en las reseñas de los resultados deportivos» y de que no deben «herir la sensibilidad de los negros». Sobre todo de uno, el atleta estadounidense Jesse Owens, con sus cuatro medallas, gran triunfador y el único que le aguó la fiesta al führer.

«El gran rédito de los JJOO», opina el historiador y biógrafo alemán Oliver Hilmes, autor de Berlín, 1936. Dieciséis días de agosto (Tusquets), es la imagen que se llevaron los visitantes sobre «lo que puede ofrecer el nacionalsocialismo (...) Hitler y su Gobierno logran presentarse como un miembro fiable y pacífico de la familia de naciones».

Hilmes construye un retrato entre bambalinas de la capital durante las dos semanas de los Juegos a través de informes policiales, diarios como los de Goebbels, la cineasta nazi Leni Riefensthal, el escritor americano Thomas Wolfe y otros famosos. Pero también con testimonios de gente corriente, atletas, obreros, travestis o dueños de los clubs más elitistas de la noche berlinesa.

No todos los extranjeros se dejaron deslumbrar. Wolfe, que llegó siendo un incondicional de la sociedad alemana, volvió a EEUU para escribir sobre la realidad que le descubrieron amigos berlineses. Y en la ceremonia inaugural, el embajador de Polonia, Józef Lipski, susurró al presidente del Comité Olímpico Internacional, Henri de Baillet-Latour: «Debemos tener cuidado con un pueblo que organiza las cosas así. En este país, una movilización militar también funcionaría a las mil maravillas».

Porque Hitler fue el anfitrión de unos JJOO con 4.000 participantes de 49 naciones, donde 40.000 guardias de las SA custodiaron los 11 kilómetros que recorrió de pie en su Mercedes descapotable desde la Cancillería al estadio, en un itinerario plagado de esvásticas gigantes y banderas olímpicas. Cada día, señala Hilmes, tenía lugar en Berlín alguna elegante recepción, donde «los extranjeros son consentidos, agasajados, y engañados», escribe la periodista Bella Fromm.

la mano de owens / Hilmes enseña anécdotas, como el beso en la mejilla con el que una turista estadounidense sorprendió a Hitler rompiendo toda barrera de seguridad o el caso de la esgrimista alemana Helene Mayer, premiada estrella rubia hasta que se sabe que es medio judía; para evitar la acusación de antisemitismo y el boicot, el Reich le permite participar en los JJOO. Gana la medalla de plata y hace el saludo nazi.

Pero quien pespuntea su protagonismo por todo el libro, a medida que suma medallas, es Jesse Owens. El atleta negro debió hacer caso a su entrenador, que le susurró antes de correr los 100 metros en 10,3 segundos: «Imagínate que estás corriendo por un suelo que arde en llamas». Según el dirigente de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirac, Hitler no quiso fotografiarse con Owens y le dijo: «Los estadounidenses deberían sentir vergüenza de permitir a los negros ganar sus medallas. Yo no le daré la mano a ese negro».

Owens no recibió mejor trato en su país. En los festejos en Nueva York para celebrar su éxito tuvo que llegar al banquete en un montacargas porque a los negros no se les permitía compartir ascensor con los blancos. Dejó su carrera con 23 años porque no ganaba lo suficiente para alimentar a su familia. Dolido, afirmó: «Hitler no me ofendió, fue nuestro presidente el que me insultó. No se dignó enviarme ni un telegrama de felicitación».