La fiesta de cumpleaños le está saliendo rana a Cannes. Primero estalló la polémica en torno a Netflix; también le llovieron críticas por las aparatosas -que no efectivas- medidas de seguridad; después empezaron a apilarse retrasos y problemas técnicos... Y ayer Michael Haneke, el cineasta más laureado de su programación (uno de los pocos que han ganado la Palma de Oro dos veces), trajo al festival algo de lo que parecía incapaz: un filme fallido.

En Happy end, el director austriaco ataca la podredumbre moral de la clase burguesa, y para ello se va colando en las grietas que resquebrajan la fachada de una familia de ricos industriales originaria del norte de Francia. El título es, obviamente, irónico: Haneke y los finales felices casan tanto como los cuadros y las rayas.

La cinta, con Isabelle Huppert, pasa la mayor parte del metraje cociéndose a fuego lento, y la sucesión de diferentes puntos de vista apenas deja espacio a las historias individuales. Como de costumbre, Haneke está más interesado en ir creando una atmósfera que invita a pensar en los estallidos de violencia como algo inminente. El rigor formal resulta imponente, pero a nivel temático y estructural no hay rastro de esa precisión. Quizá nos quiera hablar de la indiferencia de Europa ante los refugiados, y de cómo esa actitud contamina a las nuevas generaciones. O quizá no. Acumula líneas argumentales que no avanzan ni conectan de forma particular, y el resultado es menos ambiguo que incompleto.

Asimismo, Happy end se percibe como un recopilatorio de grandes éxitos del cine del austriaco. Contiene la psicopatía infantil de La cinta blanca, la eutanasia de Amor, las alusiones a clases altas amenazadas de Caché, el miedo racial de Código desconocido y las reflexiones sobre el peligro de la imagen filmada de El vídeo de Benny -matizadas con temores sobre las redes sociales-. Se trata de una obra indudablemente hanekiana, pero no parece obra de Haneke sino más bien de un imitador.

EL RIVAL A BATIR / Con Canino (2009), la película que lo puso en el mapa internacional, el griego Yorgos Lanthimos creó un método personal e increíblemente perturbador basado la creación de un mundo alternativo sometido a normas tan absurdas como opresivas. Tras repetirlo en Alps (2011) primero y en Langosta (2013) después, no solo quedó claro que había convertido aquel método en fórmula, sino que surgieron dudas sobre si era realmente capaz de hacer otra cosa. Ayer Lanthimos nos las disipó con un puñetazo en la cara: The killing of a sacred deer, su quinta película y favorita desde ya a llevarse este año la Palma de Oro.

La historia de un hombre que comete un error y como consecuencia es víctima de un castigo bíblico -ya sabemos cuánta brutalidad contienen las sagradas escrituras- es convertida en una máquina precisa, sistemática e implacable de generar tensión que Lanthimos probablemente aprendió a manejar viendo las películas de Stanley Kubrick. Mientras alterna agresivos ángulos y aplastantes composiciones espaciales, sonidos ominosos y lentos movimientos de cámara que acosan a los personajes y vehiculan el destino que se va cerniendo sobre ellos, Lanthimos da un paso de gigante. Si sus películas previas eran ante todo intelectualmente deslumbrantes, The killing of a sacred deer es también emocionalmente demoledora; en lugar de conformarse con hacer que nos dé vueltas la cabeza, además nos estruja el corazón.