Lo más perturbador de esta extraordinaria novela no es su capacidad para desentrañar los orígenes de la expansión del nazismo, sino reconocer en ellos los patrones de comportamiento de la Historia, haciéndonos imaginar que la reunión de empresarios alemanes que hizo posible la victoria del PSD puede estar celebrándose en otro país, en otra sala de reuniones, con otros rostros rollizos y encorbatados, mientras usted lee esta crítica. No solo se trata de invocar, otra vez, la banalidad del mal o escuchar los oxidados gritos del péndulo de la Historia, sino de entender que las catástrofes socioeconómicas se gestan en despachos que siguen abriéndose con la misma llave, y que el huevo de la serpiente ha latido, late y latirá en la propia condición humana.

«Nunca se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y de pavor». En efecto, muchas de las situaciones que cuenta Éric Vuillard en El orden del día, flamante premio Goncourt 2017, despiertan el terror que provoca el absurdo. Es interesante desde un punto de vista literario porque, recogiendo anécdotas colaterales o que parecen prescindibles, el escritor francés hace pensar al lector que son inventadas, cuando todas ellas proceden de una exhaustiva investigación documental. Vuillard se dedica a contarnos el anschluss como si fuera una sucesión de encuentros triviales y digresiones estratégicas protagonizadas por peleles débiles y miserables, cuya incapacidad para decir no -o su facilidad para decir sí, por cobardía o egoísmo- allanó el camino para que los tanques de Hitler, que cruzaron más que renqueantes la frontera austriaco-alemana, anunciaran la solución final. Dan auténtico miedo -un miedo que se congela en una sonrisa de incredulidad- el memorable retrato de Schuschnigg, canciller de Austria, «el pequeño dictador al que Hitler tiraniza», sus manos sudorosas durante el encuentro con el führer, las elevadas conversaciones sobre Anton Bruckner que mantiene con el que será su ministro del Interior interpuesto por el Tercer Reich; y la comida protocolaria entre Ribbentropp, ministro de Exteriores nazi, y el primer ministro británico Neville Chamberlain, con el primero dilatando el evento con una intrascendente charla sobre tenis para que los flemáticos ingleses tarden más en reaccionar ante el sonido sordo de las botas nazis pisando territorio austriaco.

Con brevedad ejemplar, Vuillard demuestra que no hay temas agotados, sino literaturas caducas. En su singular manera de abordar la recreación histórica practica un estilo preciso, de altos vuelos poéticos, que utiliza los hechos, los datos, las vidas y las muertes, las condenas y los suicidios, para transfigurarlo todo en una suerte de ensayo sobre el presente que, aunque está fuera de campo, palpita como una profecía a punto de cumplirse.

Y lo mejor (o casi) es que durante la lectura de la novela nunca se tiene la sensación de asistir a una burda dramatización de la Historia, porque la belleza de la prosa transforma la objetividad del pasado en una meditación sobre la responsabilidad moral que tiene la ficción contemporánea para con la realidad de cualquier época. En definitiva, la Historia no forja el estilo, más bien al revés: en la forma está el compromiso ético, el estilo es el hombre.

‘EL ORDEN DEL DÍA’

Éric Vuillard

Tusquets