«¿Por qué no deja toda esa gente de mirarme?», se pregunta Nastassja Kinski visiblemente alterada al inicio de una de las escasas entrevistas que ha accedido a conceder en el Festival de Locarno, en Suiza, que estos días le rinde homenaje.

A causa de su aparente pánico a la exposición pública, el acceso que ofrece a la prensa es limitado y altamente condicionado. La actriz exigió aprobar cada imagen que se le tome y cada palabra que se ponga en su boca. Y bajo ningún concepto se podía preguntar sobre Klaus Kinski, su padre, al que en el 2013 acusó de haber intentado abusar sexualmente de ella, justo después de que su hermanastra Pola confesara en un libro de memorias haber sido violada sistemáticamente por el actor durante más de una década.

«Este premio es un motivo para apreciar aún más el arte que he contribuido a crear y la gente con la que he trabajado a lo largo de mi carrera, sobre todo a aquellos de los cuales han dejado de estar entre nosotros», asegura la alemana en alusión a John Heard y Sam Shepard, recientemente fallecidos. Con el actor trabajó en El beso de la pantera (1982); al dramaturgo e intérprete lo conoció durante el rodaje de París, Texas (1984), que incluye una de las mejores interpretaciones de la actriz.

En esos dos títulos o en Tess (1979) y Corazonada (1981) quedan especialmente claros el talento en bruto y la apabullante sensualidad que permitieron a Kinski trabajar para Roman Polanski, Francis Coppola, Wim Wenders y Paul Schrader. «Yo por entonces no era consciente de lo que suponía rodar a las órdenes de esos genios. Era muy joven. Me dejaba llevar», recuerda. «Polanski fue el primero que me hizo sentir una actriz adulta y Coppola me enseñó a dejarme guiar por mis sueños. De todos aprendí algo».

Extraordinaria curiosidad

Sin embargo, lo que ha guiado sus decisiones artísticas ha sido otra cosa: «La extraordinaria curiosidad que siento por el resto de seres humanos y las ansias por conectar con ellos. Nací en Berlín y crecí en Italia, también fui a la escuela en Caracas, y lo que soy como artista y como ser humano proviene de ese multiculturalismo. También con España tengo vínculos emocionales fuertes».

Durante la conversación Kinski alude varias veces a España. Habla de su amistad con Almodóvar, y de la fascinación que siente por Carlos Saura; se muestra confundida al conocer que su entrevistador no conoce en persona ni a Pau Gasol ni a Rafa Nadal. Y explica una intrigante historia de infancia: «Tenía 5 años y estaba en Almería, y mientras buscaba a mi gato me perdí. Unos gitanos me encontraron y me llevaron con ellos. Bailaron flamenco para mí, y conocí a un niño del que me enamoré. Es una experiencia que recuerdo a menudo».

Pero matiza, se niega a vivir de recuerdos. «No siento ese tipo de nostalgia según la cual cualquier tiempo pasado fue mejor. Sé que películas como París, Texas o Corazonada son irrepetibles, pero no miro al pasado sino al futuro». Kinski, eso sí, no se ha puesto frente a la cámara desde que en el 2013 participó en el filme Sugar, y antes solo hizo una breve aparición en Inland Empire (2006).

«Echo de menos el cine, pero desde los 12 años rodé sin parar y llegó un punto en el que sentí que tenía que vivir mi vida». En ocasiones, lamenta, «el arte está demasiado envuelto de ruido, de gente que juzga, de ojos que miran censuradores», y asegura no arrepentirse de nada. «Ahora quiero reengancharme», añade, y con su mirada deja claro saber lo difícil que eso va a resultarle. «Estoy trabajando en ello».