Como la que no quiere la cosa, la luz entra por la ventana de la casa de Aurora y Emilio (ferroviario en continuo tránsito enamorado de un ideal republicano alejado de cualquier radicalismo) formando parte de la escena cotidiana de la mujer que habita en pleno centro zaragozano. Apenas queda menos de un mes para que estalle la guerra civil y ella, ajena a la violencia, sin embargo, no puede escapar de la crispación que produce hablar de política. Algo está pasando en España y, más allá de por la Historia, el lector se entera por el día a día de una casa de la época. Y esa es una de las mayores virtudes de la novela de Irene Vallejo, La luz sepultada (editorial Paréntesis).

Una obra que huye de los tópicos de la guerra civil desde el mismo instante en que sitúa la acción en Zaragoza, una ciudad media del norte en la que también se vivió el conflicto. Enfrentamiento que se descubre en esta primera novela de la aragonesa a través de los sentimientos, las descripciones poéticas, el contraste de luces, las relaciones paternofiliales, de amistad y también, de los trágicos sucesos del 36.

RITMO VIGOROSO Así, Luz sepultada se desarrolla a un ritmo vigoroso a través de capítulos intencionadamente cortos en los que el lector puede encontrar el sosiego (y el desasosiego) de acciones cotidianas bañadas por un ambiente de tensión y, sobre todo, de miedo. De temor a lo que vendrá, a que el país se acabe rompiendo por los odios, a que nadie sepa encontrar el punto medio que parece residir en Emilio, y, por encima de todo, a una dictadura que nadie sabe muy bien aún qué va a suponer.

Y todo eso desde un dominio del lenguaje y de sus giros más que correcto y desde la pluma de una escritora que utiliza su agilidad descriptiva para convertir una novela que podría ser histórica, en una obra de futuro, de conquista y de esperanza ahora que todo parece que se desmorona. Porque, al final, como dice la propia Irene Vallejo en una de las páginas de su libro refiriéndose a Emilio: "(...)la fe de los hombres está en departamentos estancos, a salvo del contacto de la realidad de los hechos". Quizá por eso nadie entendió a los que luchaban en 1936 por una España a salvo de radicalismos absurdos.