Empecemos hablando de lo que Jackie no es, aunque pueda parecer que sí. En primer lugar, no es lo que conocemos por biopic: no recorre la biografía de su protagonista, Jacqueline Kennedy, sino que se centra en contemplarla en la semana posterior al asesinato de JFK, y en el proceso no sigue las convenciones comúnmente asociadas al género. En segundo lugar no es un intento descarado de proporcionar a Natalie Portman su segundo Oscar tras el que obtuvo por Cisne negro -o, al menos, no únicamente-, a pesar de que la actriz está estupenda en el papel del título. Después de todo, Jackie ha sido dirigida por Pablo Larraín, que se ha convertido en uno de los grandes directores actuales específicamente gracias a su intrépido y subversivo modo de recrear historias reales sobre las vidas de gente involucrada en política.

De hecho, pese a que esta película no parte de una idea suya, sino de un encargo -en un principio el encargado de dirigirla iba a ser Darren Aronofsky, que finalmente figura en los créditos en calidad de productor-, cualquiera diría que llevaba años preparándose para ella. El efecto de un magnicidio es un asunto del que el chileno ya habló en Post-mortem (en concreto, el del de Salvador Allende). Y en Neruda (2016), su caleidoscópica aproximación al poeta Pablo Neruda, ya mostró el mismo afán deconstructivo del mito del que hace gala en la película que ahora llega a los cines.

SALTOS EN EL TIEMPO

Haciendo uso de una estructura onírica que entreteje impresiones y recuerdos, Jackie salta atrás y adelante en el tiempo para mostrarnos a la primera dama alternativamente mientras concede su primera entrevista tras el asesinato, filma un famoso programa de televisión que en esencia es una visita guiada por la Casa Blanca y, por supuesto, experimenta la tragedia del tiroteo de John Fitzgerald Kennedy en Dallas, su fastuoso funeral y su entierro.

En el proceso, la película funciona como retrato de una mujer determinada a poner su imagen pública por encima de sus sentimientos privados, y de su estoico empeño por mantener frente a las cámaras la compostura y la actitud -fuerte, determinada, intimidante-, pese a que detrás de ellas apenas es capaz de sostenerse. Larraín no trata de destruir el icono, sino más bien de explorar la intensísima presión que esa condición de icono debió de imponer sobre ella.

PLANIFICACIÓN FUNERARIA

Asimismo, Jackie también explora la cruel paradoja derivada de la planificación funeraria. Toda muerte obliga a la toma de mil decisiones logísticas a los familiares en el momento preciso en el que resulta imposible tomar decisiones racionales, pero en el caso de Jackie, esa incongruencia se vio ampliada por el hecho de que la muerte fuera la de un presidente y que a su alrededor no solo estuviera su familia (entre ellos, Bobby Kennedy, a quien Larraín retrata como alguien preocupado solo por su inminente pérdida de poder), sino también el servicio secreto, el nuevo presidente, el pueblo estadounidense, dignatarios extranjeros y el mundo entero. Y no olvidemos que la señora Kennedy había perdido a un bebé de dos días solo dos meses atrás, y que Lee Harvey Oswald fue abatido el día antes del funeral.

Sin duda tenía un buen berenjenal con el que lidiar. Y, aun así, movió tierra y cielo para que el funeral de su marido fuera un espectáculo. ¿Por qué? ¿Cómo una mujer tan aparentemente reservada llegó a ponerse a sí misma estratégicamente bajo un foco tan intenso?

De eso habla esta película, más que del dolor provocado por la muerte o del duelo o de las oscuras intrigas políticas en las altas esferas.

Jackie explica cómo su protagonista aceptó convertirse en el tipo de figura que llena portadas de revistas y ejemplifica normas de estilo porque con ello nutría el legado de su marido y, dicho de otro modo, creaba historia. Habla de la distancia que separa la verdad y el artificio y la persona y el símbolo. De la construcción del imaginario colectivo y de la idea de celebridad.