No es fácil llegar a Jan Mayen, una isla perdida en el Ártico, a 500 kilómetros al nordeste de Islandia y 600 de Groenlandia. Pertenece a Noruega, mide 55 kilómetros de largo y está dominada por un volcán, el Beerenberg, que entró en erupción en 1970 y en 1985. No hay líneas regulares que vuelen a Jan Mayen y necesitas un permiso especial para desembarcar. Y es que en la isla, reserva de la naturaleza desde el 2010, solo viven una veintena de científicos recluidos en una pequeña base, el único lugar habitado de Jan Mayen.

Conseguí desembarcar en Jan Mayen hace un par de años gracias a una travesía que la compañía noruega Hurtigruten organizó desde Reikiavik a las islas Svalbard, con escala en Jan Mayen. Fue un viaje muy interesante, reforzado por las explicaciones de los científicos que nos acompañaban. Uno de ellos, Olav Orheim, era un glaciólogo del Instituto Polar Noruego que parecía escapado de un álbum de Tintín, en concreto de La estrella misteriosa. Había trabajado en la estación polar Troll, en la Antártida, y desembarcó en Jan Mayen en 1972, meses después de la primera erupción.

Antes de que Jan Mayen pudiera ni siquiera intuirse, Orheim me habló del volcán, de 2.270 metros de altura, y de la erupción de un mes que se inició en septiembre de 1970.

--La erupción fue muy seguida en Noruega --me contó--. Empezó con temblores de tierra muy continuos y, dos días después, un avión japonés vio una columna de humo que salía de la montaña. Al personal de la base le entró pánico y abandonó la isla, pero regresaron al día siguiente, ya que vieron que estaban a 30 kilómetros del cráter y no corrían peligro.

--¿Y cuándo llegó usted?

--En 1972 desembarcamos un grupo de científicos, plantamos una tienda y permanecimos en la isla todo el verano. No puedo decir que fuera un lugar acogedor, pero geológicamente era muy interesante. Aún había lava líquida bajo la capa solidificada.

Orheim completó su explicación sobre la isla contando que había algunos glaciares espectaculares y que la temperatura se movía entre los 5 grados positivos del verano y los 18 bajo cero del invierno.

El descubridor de Jan Mayen fue, en 1607, el navegante inglés Henry Hudson. Le puso su nombre a la isla, que posteriormente se llamaría Richelieu e Isabela, hasta que se impuso el nombre del capitán holandés Jan Mayen. En el siglo XVII la isla fue frecuentada por balleneros y en 1921 se inauguró una estación meteorológica para predecir el tiempo en el Atlántico Norte. Dos aviones alemanes se estrellaron en Jan Mayen durante la segunda guerra mundial y en 1943 se inauguró una estación de radio norteamericana que jugó un papel destacado en la guerra fría.

Jan Mayen tiene, en resumen, suficientes alicientes históricos para ser una isla interesante, pero cuando por fin se dejó ver parecía tan solo una isla misteriosa surgida de la imaginación de Julio Verne. La niebla cubría el volcán y solo se veía la parte baja de Jan Mayen, una amalgama de rocas negruzcas que resaltaba frente a un mar gris metálico.

Desembarqué en la bahía de Battvika en compañía de un grupo de turistas chinos que lo primero que hicieron fue desplegar una gran bandera roja, como si tomaran posesión de aquella isla remota. Consciente de la importancia geoestratégica de Jan Mayen, me alejé de ellos, más que nada para no verme implicado en un posible conflicto internacional, y me fui caminando hasta la base. Mi única compañía eran un montón de piedras negras, lava, una vegetación escasa y unas aves que no paraban de chillar ante lo que consideraban una invasión de su territorio.

Una vez en la base se imponía la desilusión, ya que consistía tan solo en una veintena de barracones dispuestos de modo que formaban una pequeña plaza, con un mástil en el que ondeaba la bandera noruega y un par de viejos cañones oxidados a sus pies.

Dado que soplaba un fuerte viento y estábamos a 4 grados, agradecí entrar en la base, aunque en el interior solo había una sala de reuniones, un pequeño museo con fotos y objetos antiguos, un bar y un comedor.

El comandante de la base, Per Erik Hanevold, un noruego alto y fuerte de 54 años, me indicó con orgullo la cabeza disecada de un oso --el último que mataron en la isla, en 1991--, y un órgano eléctrico con el cable arrancado por alguien que se hartó de oír su música.

--En la base hay ahora 18 personas, entre ellas cuatro mujeres --me informó--. Es duro vivir aquí, ya que llegamos a 18 grados bajo cero, pero con el viento del Norte es peor. Nos enrolamos por períodos de un año.

--Debe de ser muy duro estar un año aquí.

--Tienes que relacionarte con los otros. Si no, no aguantas, ya que no hay nada que hacer. Yo ya es el tercer año que vengo, pero tengo la suerte de estar con mi mujer, que es la cocinera de la base.

A la salida, el glaciólogo Olav Orheim me comentó que no encontraba la isla muy cambiada.

--Los muebles son nuevos y hay más barracones, pero sigue siendo el un lugar inhóspito --resumió.

Caminé hasta la estación meteorológica por una playa negra y desolada llena de troncos emblanquecidos, pero fue cuando ya me iba cuando descubrí, en la parte trasera de los barracones, un lugar sorprendente: una piscina de agua caliente rodeada de césped artificial y con un gran sol pintado en la pared. Dos tipos tatuados permanecían en remojo mientras bebían una cerveza.

--Jan Mayen tiene mala fama --se rió uno de ellos--, pero no está tan mal. Cerveza, piscina... Solo faltan más mujeres.

Era otra manera de verlo. Abandoné Jan Mayen pensando que, por culpa de la niebla, no había podido ver la isla en su plenitud, pero hacia medianoche la niebla se retiró y salí a cubierta para contemplar el gran espectáculo de la isla, con el majestuoso volcán en el centro, glaciares a ambos lados y unas nubes oscuras como telón de fondo.

Bajo el cálido sol de medianoche, todo quedaba envuelto en un velo de misterio y soledad. Solo faltaba una aurora boreal presidiendo el cielo para que el cuadro fuera completo, pero estábamos en agosto y ya se sabe que las auroras no son para el verano.