Hay un significativo cambio físico en el Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) que visitó España hace cuatro años coincidiendo con el segundo volumen de Mi lucha, su mastodóntico proyecto memorialístico en pos de su propia identidad. El Knausgård de entonces tenía el aspecto de un perdedor desaliñadamente atractivo, que se tomaba su tiempo para reflexionar sobre los aspectos más escabrosos de su obra: de cómo describió pormenorizadamente las borracheras de sus fallecidos padre y abuela e intuyó las de su suegra -todavía viva-, de sus propias inseguridades íntimas de varón escandinavo, de su descarnada sinceridad ante los hechos y los sentimientos, incluidos los más mezquinos.

El Knausgård que presentó en Barcelona el quinto tomo del ciclo, Tiene que llover (Anagrama), bronceado y con americana, vikingo pasado por Gucci, nimbado por la aureola de su fama planetaria de fenómeno literario, es ahora mucho más autoconsciente de su imagen. De ahí, la portada en la que dirige al lector sus inquisitivos ojos azules como una rock-star. Incluso las maneras del noruego han cambiado. No, no se ha vuelto caprichoso, pero sí ha ganado en seguridad -tantas veces ha tenido que responder a lo mismo- e incluso hace gala de un cierto humor noruego que le desconocíamos.

DESPEGAR DESDE BERGEN / Tiene que llover da cuenta de los 14 años que el autor vivió en Bergen, una pintoresca ciudad pesquera donde, obviamente, no hace otra cosa que llover y en el que retrata sus años de formación, no sin ahorrarse sus escarceos con la delincuencia: «Este libro sigue el proceso de cómo llegué a convertirme en escritor. Más concretamente, de los años en los que luché por ello a toda costa sin conseguirlo porque no hacía otra cosa que plasmar en el papel las voces y las experiencias de los autores que me gustaban y el resultado no me representaba en absoluto. Hasta que comprendí que lo que tenía que hacer no era desaparecer sino volver a mí mismo».

En ese reconocimiento y reconcentración del yo, sin ahorrarse las humillaciones es el más puro estilo Knausgård, ha tirado con bala contra sí mismo. Ninguna objeción. Pero también ha aireado la intimidad de su familia especialmente en los dos primeros volúmenes. El tercero, cuarto, y este, el quinto, en los que relata su infancia y juventud, son más conscientes de que esa sinceridad brutal puede dañar a los demás. Así que se contuvo. «En el sexto y último libro en el que cuento las consecuencias de todo lo que he escrito, vuelvo a una crudeza descarnada». ¿Merece la pena? Desde luego hay que tener una vocación férrea, no hasta el punto de preferir el libro a su vida o la vida de los demás, según apunta, pero sí necesita sentir que no hay límites. Aunque finalmente confiese que sí los tiene: «Consigo administrar esa tensión a través de mi cuerpo. Sencillamente dejo de escribir cuando lo que recuerdo duele demasiado. En ese punto me obligo a detenerme».

Pero para Knausgård el umbral del dolor es bastante alto. Hace dos años cuando llegó a Estados Unidos bajo palio, bendecido por Zadie Smith, Jonathan Lethen y Jeffrey Eugenides, este último le invitó a comer y el encuentro no fue excesivamente fluido, hasta el punto de que Knausgard, como relató después en una crónica, no cruzó media palabra con él. El noruego ríe nerviosamente cuando se le pregunta: «Yo creo que mi relación con Eugenides sigue siendo buena. No nos hemos encontrado recientemente pero nos hemos cruzado unos cuantos mails». De ser así, al autor de Las vírgenes suicidas se le debe haber pasado el cabreo que supuso la descripción de aquel encuentro ya que envió a Knausgård el siguiente mensaje: «Disculpa que te invitara a cenar. No hace falta que contestes a este correo».

¿Es necesario decir que en su país, donde uno de cada cinco noruegos ha leído sus libros, es un tipo muy seguido por los medios que han diseccionado a placer su vida privada, más aún de lo que él lo ha hecho en sus libros? El último capítulo ha sido la separación de Knausgård, el pasado mes de noviembre, de su segunda mujer y madre de sus cuatro hijos, la escritora Linda Boström. «Las circunstancias más nimias de mi vida, si me corto el pelo o me compro una casa, han sido recogidas en los periódicos. Al haber abierto la puerta de mi intimidad ha sido muy difícil preservarla, pero en fin yo soy un poco autista y desde luego no leo nada de lo que se publica de mí».

La plusvalía en la plasmación de la realidad no es algo puramente anecdótico. Lo que persigue el autor, con un estilo que mezcla con sabiduría hiperrealista los detalles más insignificantes con los hechos importantes, es saber quién realmente es y cuánto se parece a aquel padre autodestructivo y alcohólico a quien tanto quiso a su manera. «Cuando se cumplen 40 años unos deciden subir una montaña y otros montar en un kayak, yo me puse a escribir sobre mi padre. Pero cuando fui padre a mi vez me di cuenta de que el objetivo era yo mismo».