La muerte antes de tiempo parece siempre injusta. Cuando los que se van son los mejores, lo parece doblemente. Dejan atrás un vacío en el que muchos reconocen su orfandad. Tony Judt (Londres, 1948 / Nueva York, 2010) ha dejado muchos huérfanos, ávidos de su sabiduría histórica que condensó en la monumental Postguerra. Pese a la terrible enfermedad que acabó con su vida en poco tiempo --una variante de la esclerosis lateral amiotrófica--, Judt dictó pensamientos y recuerdos hasta casi el final.

Algo va mal y El refugio de la memoria (Taurus), sus últimos libros, son breves, intensos, dolientes. Y distintos. El refugio de la memoria es una colección personal de recuerdos contemplados desde "el catastrófico progreso" de su deterioro, almacenados en un armario-refugio construido en las noches de insomnio.

No es simplemente un ejercicio de memoria. Como buen historiador, analiza a través de sus recuerdos nuestra contemporaneidad con un sentido moral. De su infancia y adolescencia en el barrio londinense de Putney, de aquella Inglaterra de posguerra, añora la austeridad que entiende como condición económica y "ética pública".

De origen judío, defendió el sionismo laborista. Pasó varios veranos de los 60, en Israel, en un kibutz. Pero la guerra de los seis días (1967) le cambió. Descubrió a unos jóvenes judíos cargados de prejuicios, distintos de los europeos por su suficiencia arrogante de macho, por su acceso a las armas. Antes de cumplir 20 años había sido y había dejado de ser sionista, marxista y colono de un kibutz. Como decía, no está mal para un adolescente del sur de Londres.

París y Praga

El historiador en ciernes quiso respirar el Mayo del 68, pero desde la inmovilidad y el insomnio se preguntaba si lo que les atraía era la revolución, ¿por qué no ir a Praga o Varsovia? No recordaba que en los delirios parisinos se mencionara la Primavera de Praga o el levantamiento estudiantil en Polonia.

En Judt todo se conjugaba en plural. Muchas casas, muchos lugares, muchos idiomas, muchas mujeres. Esta pluralidad le hizo preguntarse por la identidad. Era un investigador inglés de historia europea que enseñaba en EEUU. Era un judío incómodo con lo que en aquel país se considera ser judío. Era un socialdemócrata a menudo enfrentado a los radicales. Pero rechazaba la etiqueta de cosmopolita desarraigado. Su mundo era la suma de una variedad de legados contrastantes. Judt concluía que en el siglo XXI añoraremos a los tolerantes, a los fronterizos, a gentes como él.

Esta reflexión está en el origen de Algo va mal, una defensa de la socialdemocracia en el siglo XX. Efectivamente, algo va mal cuando en 1968 el director ejecutivo de General Motors ganaba 66 veces más que un trabajador medio de su empresa y hoy, el sueldo del director ejecutivo de la cadena estadounidense Wal Mart es 900 veces superior al de un empleado. Algo va mal cuando los niños tienen pocas expectativas de mejorar la condición en la que nacieron.

Seguridad, prosperidad, servicios sociales y mayor igualdad. Este es el legado de las políticas sociales de la posguerra, del consenso socialdemócrata, que el individualismo de la derecha de Reagan y Thatcher demolió con la contribución del individualismo de la nueva izquierda, la de Clinton y Blair.

Para Judt, la defensa de la socialdemocracia no necesita grandes aventuras radicales. "Hay mucho que defender", dictó. Afortunados, sí. Huérfanos, también.