Una mujer se despierta, y en el suelo de su cocina hay un hombre muerto y otro moribundo. Es detenida, acusada y encarcelada. Está sola y tiene miedo. Y está embarazada. Pablo Trapero dio con la premisa de Leonera tras conocer las leyes argentinas respecto a las mujeres presas y a su progenie (cuando el hijo cumple 4 años es separado de mamá y entregado a un pariente o al tribunal de menores). Comprende que un niño no debería ser educado en prisión mientras recela de quienes quieren alejarlos de sus madres, y lo hace sin rendirse al didactismo o al sentimentalismo. Lo demuestra, por ejemplo, la sutileza con la que ojea las celdas decoradas con dibujos, juguetes y pañales limpios. Sí coquetea con los clichés propios del subgénero de cárceles de mujeres --las lesbianas depredadoras, la típica pelea entre presas gordas que se tiran del pelo--, pero evita la escabrosidad y el maniqueísmo: las celadoras no son buenas ni malas, solo empleadas de prisión, y las presas no son víctimas ni inadaptadas. Leonera prefiere la observación al dramatismo, y para ello emplea una cinematografía sofisticada pero no ostentosa y un sentido muy preciso del encuadre. N. S.