«Una pastilla te hace más grande. La otra, más pequeño». Ese era el dilema de la desconcertada Alicia en su psicodélico país de las maravillas. Mucho antes de que el LSD se revelara como una llave secreta de la psique, la literatura ya intuyó los estados alterados de la conciencia. Formalmente, fue el suizo Albert Hofmann quien en 1943 en los respetables laboratorios Sandoz experimentó con la fórmula. Su trayecto en bicicleta tras ingerir una pequeña dosis entra en el terreno de la mítica. Para quienes quieran saber más, el sello Arpa acaba de publicar LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo, en la que Hofmann ya en los 70 abordó una biografía de su problemática criatura, renegando de vez en cuando de su uso recreativo que le privó, sospechaba, de un merecido Nobel de Química.

Tanto o más interesantes que el texto son las notas, prólogo y epílogo del libro, firmados por el experto José Carlos Bouso, que no siempre está de acuerdo con Hofmann.

Tras el verano del amor

Lo quisiera o no su creador, el ácido se reveló rápidamente como un instrumento para ampliar la conciencia y, a partir de ahí, panacea para artistas y escritores. El alemán Ernst Junger, buen amigo de Hofmann y polémico por facilitar combustible intelectual al nazismo, fue pionero en su uso y el resultado cristalizó en Visita a Godenholm, novela en la que se describía un viaje, por primera vez en la historia de la literatura. Fue en 1952, dos años antes de que Aldous Huxley publicara Las puertas de la percepción, fruto de sus experiencias con la mescalina, que, Hofmann mediante, le llevarom a probar también el ácido. En Moksha, un ensayo póstumo recogió sus experiencias. Entusiasta, llegó a pedirle a su esposa Laura que le inyectase una dosis mientras agonizaba.

Esas aproximaciones de vocación espiritual se hicieron mucho más lúdicas, publicitadas y también un tanto banales en la era del rock y el hippismo, gracias a su sumo sacerdote Timothy Leary (a quien Hofmann no podía soportar). Más irreverente fue la visión de Ken Kesey (sí, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco) que conoció la sustancia participando como cobaya humana en los experimentos con LSD del Ejército norteamericano en los 50 y que junto con el grupo Grateful Dead organizó sesiones amenizadas con tripis a bordo de un autobús pintado de todos los colores.

Otro notario de la contracultura, Hunter S. Thompson, padre del periodismo gonzo (lo que en jazz es tocar sin reglas) no fue gran fan del ácido (sí de la coca y las pastillas) pero dejó grandes páginas de su viaje con los Ángeles del Infierno, alegres consumidores. Por último, William Burroughs, profeta de las sustancias psicotrópicas, ya a finales de los 60 cuando el LSD fue prohibido, fue uno de primeros en sospechar el peligro potencial de su uso como control de la mente.