Desde que comenzó su carrera, a Sean Baker le ha interesado explorar los márgenes de la sociedad. Después del éxito de su anterior película, Tangerine (2015), rodada con un iPhone y protagonizada por dos transexuales, ahora regresa con The Florida Project, una antifábula en tiempos de Trump que nos sumerge en la trastienda del sueño americano a través de la mirada de una niña, Moonee (la gran revelación Brooklynn Prince), que vive con su madre en un motel de carretera que linda con Disney World.

-A usted le interesa trabajar en un punto medio entre el documental y la ficción. ¿Cómo consigue integrar las dos cosas de una manera tan orgánica?

-Es un híbrido con el que quería experimentar. A menudo me da la sensación de que los documentales están casi más prefabricados que las películas de ficción. Nos orientan hacia dónde tenemos que dirigir la mirada y mi trabajo pretende alejarse precisamente de eso. Me interesa explorar el terreno de una manera muy intuitiva y que sean las imágenes que registro las que hablen por sí mismas. Supongo que al rodar en escenarios reales es inevitable la sensación de naturalismo, y lo mismo ocurre con la integración de actores no profesionales que aportan ese toque de inmediatez y desparpajo.

-¿De qué forma quería acercarse a ese crisol de historias aparecen plasmadas en la película?

-Intenté adoptar un punto de vista muy periodístico a la hora de investigar ese entorno y a la gente que lo habitaba. Hasta que no trabajamos sobre el terreno e hicimos muchas entrevistas, no pudimos conseguir una imagen clara de todo lo que queríamos reflejar. Los encargados de los hoteles fueron fundamentales, nos abrieron las puertas de su mundo, y creamos el personaje de Bobby (William Dafoe, nominado al Oscar al mejor actor secundario), que es el que vehicula toda la narración. Quería que la historia fuera coral, pero que cada personaje tuviera una historia detrás.

-¿Siempre tuvo claro que quería contar la historia desde el punto de vista de los niños?

-En la infancia está la raíz de todo. La educación es un problema nacional. Leí muchos artículos de estos niños que se crían en moteles cutres sin ningún tipo de referente paterno. El choque con el mundo mágico de Disney World, que se encuentra a escasos kilómetros, me daba la posibilidad de realizar una metáfora en torno a la gran mentira de la sociedad americana, repleta de desigualdades. Pero la clave de la película es ponernos a la altura de los ojos de estos niños, ver el mundo desde su perspectiva.

-Los niños simbolizan el futuro. ¿Hay esperanza?

-En estos momentos el panorama es bastante desolador. Creo que hay que enfrentarse a los problemas de una manera frontal, luchar por un sistema justo que cubra las necesidades básicas de los ciudadanos, que en mi país se encuentran totalmente desprotegidos, sin ninguna red de seguridad a nivel social. Los niños tienen el poder para cambiar el mundo, aunque sea a través de la imaginación.

-¿Qué le interesa de los márgenes?

-Durante mucho tiempo la industria del entretenimiento solo se ha centrado en un grupo de personas: blancos privilegiados. Y estoy cansado de eso. Mis películas son una respuesta a todo aquello que no veo en el cine o la televisión, todo lo que se encargan de silenciar. Es hora de que haya un cambio. EEUU es un país enorme con muchas diferencias, un crisol de gente que necesita encontrarse representada en las historias que se cuentan.

-Entre sus cineastas contemporáneos favoritos ha citado a Ulrich Seild y Ruben Östlund, dos ejemplos de cómo hacer cine social metiendo el dedo en la llaga. ¿Cree que el cine debe ser incómodo para provocar una respuesta?

-Creo que sí. Un cineasta debería utilizar sus películas como vehículos de pensamiento. Que se genere un debate a través de su cine. Que el público se revuelva un poco en su silla al menos impide que se duerma.