Compañera de viaje, compinche, lectora y crítica, a Aurora Bernárdez (Buenos Aires, 1920 - París 1914) no le fue nunca el papel de esposa convencional de escritor. Esa que oscila entre la secretaria y la musa. Estuvo junto a Julio Cortázar, incluso después de la separación formal de ambos, cuando el autor de Rayuela se dejó arrastrar por pasiones carnales y políticas tras 15 años de matrimonio. Era menuda, pero irradiaba la seguridad de quien se sabía con un criterio cierto. Lo tenía como traductora literaria. De Lawrence Durrell, Paul Bowles, Italo Calvino o Jean-Paul Sartre.

Compañera es aquella en la que se confía. Y eso hizo Cortázar, aunque a su lado hubiera otras mujeres, Ugné Karvelis, Edith Aron (a quien se suele identificar con La Maga) o Carol Dunlop. Tras la muerte de esta última. Enfermo él de leucemia, ella regresó para cuidarle y acrecentar con ello un vínculo que siempre fue potentísimo. Como albacea, Bernárdez en colaboración con Carles Alvárez, estuvo detrás de exhumaciones como la correspondencia de Cortázar, textos dispersos e inesperados, sus conferencias en Berkeley y un bonito diccionario ilustrado.

La sorpresa vino tras el fallecimiento de ella en el 2014, porque aunque se sabía que escribía no fue hasta entonces cuando en su apartamento de París se encontraron perfectamente ordenados cuadernos, agendas, cuentos y poemas, en los que Aurora Bernárdez había vertido su secreta pasión por la escritura. ¿Pero cómo hacerlo conviviendo con un gigante? Ella lo resumió así: «Julio fue un hombre para afuera mientras yo seguí siendo para adentro». Ahora ese mundo celosamente preservado, sale a la luz de la mano de la editora Julia Saltzmann y el director de cine Philippe Fénelon, en El libro de Aurora (Alfaguara), en el que se reúnen esos textos y se recoge la entrevista que el cineasta le hizo en el 2005 para un documental, una de las escasas a las que se prestó. Porque en la intimidad era una conversadora inagotable, pero siempre se mostró remisa a hablar de sí misma en público.

Bernárdez creció en una familia ilustrada argentina, con un hermano escritor con el que no quiso entrar a competir, y se trasladó a París en la treintena para casarse con Cortázar y trabajar allí junto a él como traductora en la Unesco. «No hay que desmostrar nada, no hay que demostrar que uno tiene derecho a vivir y a escribir…», zanjó en la entrevista. Además, su mundo creativo aunque minúsculo era propio. Nada en lo escrito por ella remite a la prosa del que fue su marido. Ni los cuentos redactados en los años de convivencia, ni los poemas, ni los diarios y agendas donde era capaz de alternar una lista de la compra con una reflexión. Algunos ofrecen claves escondidas de su vida como el poema Último testamento, escrito y reescrito muchas veces: «Cuando se lo hayan llevado todo / como un papelito me doblaré en cuatro, / olvidada me dejaré entre las páginas que leía / cuando aún me quedaba algo. / Alguien apagará la luz». Otros, como la correspondencia de la pareja anterior a 1968, fecha de la separación, fueron destruidos.

Se plantea ahora la pregunta de si a ella, habitualmente tan púdica, le hubiera gustado este libro. «Yo creo que sí -sostiene Fénelon- ella ya hizo desaparecer lo que creyó más doloroso, y dejó dicho a Carmen Balcells que si sus herederos decidían hacer algo con aquello estaba bien y si no, daba igual».

El libro de Aurora recoge una rara entrevista de la traductora con Fénelon donde la viuda de revela su intimidad. El cineasta logró de ella confesiones muy íntimas, expresando el dolor que le supuso la muerte del escritor o las claves no expresadas de su relación: «Era estar rodeada de diversión, de inteligencia, pero no de una inteligencia abstracta o discursiva, en absoluto. Formaba parte de la vida cotidiana».

Ese aspecto de alegría pese a todo se trasluce en la pieza que Fénelon ha titulado Nunca me fue mal. «La recuerdo siempre de buen humor, dispuesta a abordar encantada los planes que se le propusieran. Y jamás le oí lamentarse. Si no le gustaba alguien no le frecuentaba y punto, pero no solía quejarse», asegura su entrevistador que recuerda cómo recientemente la gran amiga de ambos, Chichita Calvino, viuda del autor italiano, argentina «de inenarrable talento escénico» como ella, le hizo apreciar un detalle. Que Aurora jamás vistió de negro. Y eso quizá sea una forma muy simple pero muy visual de hacer evidente su amor por la vida.