Cuando Mark Lanegan (Ellensburg, Washington, 1964), tras el cierre de Screaming Trees, dio carpetazo a su etapa grunge, buceó en las profundidades del blues y descubrió la belleza inmarcesible de la oscuridad. Sus discos en solitario han transitado por esa senda en la que se cruzan las influencias de Cohen y Scott Walker, las letanías de Nick Cave, el nervio de Alan Vega, las experimentaciones krautrock y el postpunk y el gótico ochenteros. Gargoyle, su nuevo y reciente disco es un gozoso paradigma de la fagocitación de esas influencias, y de ahí que el miércoles confiáramos en que Lanegan ofreciese en su concierto más piezas de ese álbum. Mas ya se sabe que los caminos de Mark son a menudo inescrutables, y no se detuvo mucho en Gargoyle.

Solo algunas canciones como Death’s Head Tatoo, Nocturne y Beehive salieron de esa gárgola sonora; el grueso del repertorio vino de discos anteriores, del cajón de Screaming Trees (por ejemplo, Black Rose Way) e incluso del cuaderno musical de The Twilight Singers, grupo formado por Greg Duli en 1997 y en el que Lanegan militó (Deepest Shade). Con todo eso Mark confeccionó una actuación generosa en la que no faltó un guiño a Joy Division (Atmosphere), pero con no pocas sombras, y no me refiero a la luz de las canciones.

Sombras en la oscuridad. Parece un oxímoron, pero no. Sombras, en el sentido de que junto a unas interpretaciones brillantes y agitadoras (Jeff Fielder, guitarra; Duke Gariwood, guitarra y teclados; Alfo Struyf, guitarra; J. P. De Gheeft, batería, y Fred Lynn, bajo, acompañaron a Lanegan en escena) hubo otras (no pocas) en las que primó la linealidad por encima del detalle y la perturbación. Mark Lanegan tiene facultades para que no se le escapen crudas las canciones, y canciones lo suficientemente atractivas como para que no se aburra cantándolas. El miércoles en Las Armas este singular caballero oscuro se mostró más calmo que peleón; como si le costase moverse por la materia de sueños del agujero negro de su música.