Si algo me admira de Inglaterra es que puede ser cruel o incluso intolerante, pero jamás maleducada. En este país la gente dice "siento terriblemente molestarle, pero..." antes de pedir una bolsa en el supermercado o que retires el pie con el que la estás pisando en el bus. Incluso el paisaje se nos muestra ordenado, con sus grandes prados como tapetes de billar y sus robustos castaños y sicomoros frondosos haciendo cola (hacer cola, lo decía el escritor cómico George Mikes, es el deporte nacional británico). Hemos alquilado un coche a la salida de Bath, esa postal color vainilla, porque nos dirigimos a los Cotswolds, la arcadia rural de la Vieja Alegre (y profunda) Inglaterra. Estoy por llevar siempre encima una petaca de té. No sería difícil vivir en un lugar tan impregnado de buenos modales que...

¡Deberías estar fuera de esta jodda carretera, pedazo de capo!

Acaba de rebasarme un Mini rojo con la bandera del Reino Unido estampada en la capota y en los retrovisores. "Es mi primer día --querría disculparme--. Me enseñaron a conducir por el carril equivocado. Maldito mundo bárbaro que maneja un volante a la izquierda y cambia de marchas con la derecha. Solo se conduce bien en Inglaterra y Nueva Zelanda". Rita, mi compañera de viaje en todas las acepciones de la expresión, casi silba el Himno de la alegría para subir mi moral europea.

La agresividad desaparece cuando alcanzamos Tetbury. Por su calle principal, que nos recibe zigzagueada por banderines de la Union Jack, burbujean señoras con cestas de rafia y señores con americana de tweed. En el mercadillo, libros sobre Héroes de Inglaterra, Postres de Inglaterra, Sillas de Inglaterra y prendas de ropa de marcas como Stella (McCartney). Hay carteles felices (una abuela sonríe a cámara con la mano en la oreja: "¿Estás lista para un test de audición?") y el producto más vendido es el juego de mesa Animal Bingo ("para una memoria invencible"). En la tienda de productos ecológicos del Príncipe de Gales, Highgrove, puedes agenciarte, por el módico precio de 300 libras, un cesto de mimbre que contiene un paquetito de trufas y una botella de champán, junto a una invitación para visitar la residencia rural de ese miembro de la realeza célebre por aforismos tan elegantes como "querría ser tu Támpax". En un escaparate de jerséis artesanales de críquet, ese juego medieval que ofrece seis lanzamientos por turno, se anuncia: "Seis bolas hacen un over, ¡ocho bolas hacen un pullover!".

En el Continente, solo habla del tiempo quien debe cruzar dos palabras en un ascensor. Aquí, sin embargo, la cháchara meteorológica es síntoma de civilización. Bill Bryson explica en su libro de viajes Notes from a small island: "Hay nociones que aceptas cuando llevas un tiempo en Gran Bretaña. Una es que los veranos británicos solían ser más largos y más soleados. Otra es que el equipo de fútbol de Inglaterra no debería tener problemas con Noruega". Dos abuelitas llevan más de media hora hablando de esta mañana con chubascos:

--Bonito día, ¿verdad?

--Precioso, mira qué nubes más lindas, ¿no es cierto?

--Verdad, tienen forma de liebres, pero la clave está en aquel rayo de sol, ¿no crees?

--Les da un simpático color púrpura, corrígeme si me equivoco, ¿no?

Quiero meterme en esa conversación. Mi padre mira el parte meteorológico como si fuera la clasificación de Primera División y Galicia, un equipo modesto (un sol en la zona gallega es un motivo de triunfo por lo que tiene de gesta; una nube con lluvia, también, por lo que tiene de reafirmación).

Mis veranos infantiles han transcurrido en la costa de Lugo, un microclima de nube y niebla perennes donde cuando sale el sol quiere decir que: a) ese sol es de tormenta o b) tanto sol no puede ser bueno.

En los pueblecitos de los Cotswolds viven estrellas del pop, políticos tories y aristócratas con mil apellidos engarzados con guiones. Martin Amis habla en su novela Lionel Asbo de una ciudad típica obrera "donde nadie --ni nada-- tiene más de sesenta años". Bien, en los Cotswolds nada, ni nadie, tiene menos de 80.

Y, sin embargo, qué motivo de dicha el que poblaciones tan antagónicas acabaran votando por el brexit.