El propósito de recuperar las esencias acompaña a Metallica desde hace un par de décadas, y Hardwired… to self-destruct, su nuevo disco, representa el intento más certero de acercarse a ese objetivo y recuperar la excitación que envolvió sus primeras obras, en los albores del thrash metal, a mediados de los 80. Con ese nuevo material y una amplia selección de clásicos el grupo californiano ha regresado a España para ofrecer dos conciertos en Madrid (días 3 y 5 de febrero) y a Barcelona, donde nueve años después de su última visita actúa hoy hoy en el Palau Sant Jordi.

Mientras otras bandas con historia apenas tocan material reciente en sus giras, Metallica defiende con orgullo la nueva obra: siete de las 18 canciones del repertorio de cada noche suelen proceder de ella, mientras que el resto se apuntala en el periodo central de su carrera, 1983-91. Años de eclosión de su metal extremo, desde el thrash despiadado de Seek & destroy, de su primer álbum, Kill ‘em all, hasta el sonido más matizado de Enter sandman, de su trabajo más vendedor, el conocido como Black album. Ese es, precisamente, el periodo en el que se centra el libro Nacer-crecer-Metallica-morir, volumen I, de los periodistas británicos Paul Brannigan e Ian Winwood, publicado originalmente en el 2013 y que acaba de sacar en castellano la editorial Malpaso (traducción de Ezequiel Martínez Llorente).

La salvación del metal

Un volumen que ahonda en las raíces de esta banda, anunciada por los autores, de un modo un tanto debatible, como «la más importante del rock desde Led Zeppelin», una formación cuyo carburante fue «la comunidad, la creencia en uno mismo, la persecución de los sueños y el dominio total de un género musical hasta hacerlo propio». El relato desprende cierta épica en torno a los muchachos de arrabal que acceden al star system gracias a la creencia en sus posibilidades y el trabajo duro. La banda fue «una salida, una terapia o una salvación» para el joven James Hetfield, que canalizó su amargura existencial inspirándose primero en los lúgubres semitonos de Black Sabbath y, luego, en la New Wave of British Heavy Metal surgida en el Reino Unido. De ahí, el grupo se fijó, sobre todo, en una reivindicable banda segundona, Diamond Head.

Para alzar el vuelo, Metallica tuvo que abandonar Los Ángeles, ciudad retratada como frívola y competitiva y, en cuestiones metaleras, dominada por los brillos pos-glam de grupos a los que despreciaba, como Mötley Crüe. Todavía con Dave Mustaine en sus filas (posteriormente al frente de Megadeth), descrito como un tipo cuyo ego hacía necesario ensanchar las puertas del garaje en el que ensayaban para que pudiera entrar, los chicos se desplazaron a la Bay Area de San Francisco, donde vivía el bajista de sus sueños, el malogrado Cliff Burton. Con él, Metallica (nombre felizmente seleccionado frente a opciones como Bigmouth and Friends), comenzó su escalada hacia las nuevas cumbres del metal extremo, elogiadas por Brannigan y Winwood aun sin escatimar ciertas alegaciones: la letra, por ejemplo, de la totémica Creeping death, una canción que la banda tocó este pasado lunes en Madrid, «es obtusa como un pedrusco».

Cierta sección del libro quizá hiera sensibilidades: cuando Metallica ya estaba arriba, las fans ya no son fans sino «mujerzuelas» que los pipas reclutaban en los conciertos para que pudieran «conocer» a la banda. A cambio de un pase de backstage se esperaba «algún tipo de reciprocidad». Escenas entre bambalinas como las vividas en una edición del festival Monsters of Rock. «Bajamos del escenario, y en las duchas había diez tías con jabón y champú», recuerda Lars Ulrich. Si algunas permanecían vestidas, «se les decía que o se ponían a ello o ya podían largarse».

A esta altura del volumen, a punto de alcanzar la cima de reconocimiento del Black album, Metallica ya parecía hacer honor al lema de las camisetas que imprimiría en su show de Milton Keynes (Reino Unido), en 1993, y que da título al libro: Birth-school-Metallica-death. La banda, colocándose así al nivel de los hechos más determinantes de la existencia e identificando su posición nihilista con la vida misma. Después de Metallica, solo queda la muerte.