--¿Qué ha significado para usted el premio de la Unión de Autores?

--Yo con los premios tengo una distancia la mar de sana. Siempre digo que a Paul Newman le gustaba mucho correr en coche porque decía que era la única manera de saber si era el primero. Muchas veces el público aplaude algo vulgar que no tiene mérito, y a veces se pasa por alto cosas que merecerían una reverencia. Pero agradezco el premio de mis compañeros de oficio.

--¿Cuál es el mensaje de Novecento, el pianista del océano que va a representar en el Teatro de la Estación?

--En primer lugar, es una historia bellísima y yo creo que a todos nos gusta que nos cuenten historias. En segundo lugar, hay toda una reflexión acerca de la amistad, de la admiración, mezclado con notas de humor y con mucha emoción. Si eres persona de lágrima fácil, trae kleenex (ríe).

--Es su primer monólogo, ¿cómo se enfrenta a él y por qué se estrena tan tarde en el género?

--Tampoco me han ofrecido tantos, en los últimos tiempos más con eso de que la crisis obliga a hacer funciones baratas. Y porque yo soy un actor raro con no mucha vanidad y los monólogos que me habían ofrecido eran de mucho exhibicionismo actoral, de mucho ejercicio circense, y la historia era un poco secundaria. Cuando Raúl Fuertes, el director, me lo ofreció, lo que realmente me enamoró fue la historia y yo lo que quería era ver la cara de la gente cuando se la contara.

--Y se sube al escenario en solitario y se rodea de una escenografía muy desnuda.

--Empezamos a ensayar con elementos: maletas, llevaba una gabardina, un sombrero, un paraguas, había una silla, un banco... Poco a poco nos dimos cuenta de que no hacía falta porque es un trompetista mayor que lo ha perdido todo, ha vendido hasta la trompeta. Solo tiene una cosa, una historia, la historia de su amigo Novecento. Y no hace falta nada más porque gran parte del buen teatro transcurre en la imaginación del espectador. No hay música, no hay nada. Sin embargo, todo el mundo dice: "he visto el barco y he oído la música".

--¿No hay música?

--No hay absolutamente nada. Sin embargo, la gente dice que se oye. ¿Qué música voy a poner más potente que la que se pueda imaginar el espectador? Lo que sí que hay es un estudiadísimo y complicado juego de luces.

--El pianista en el océano parte de una novela que se convirtió en película y ahora, en un monólogo teatral. ¿Qué cambios ha sufrido a raíz de las adaptaciones?

--En realidad, Alessandro Baricco, en el prólogo de su obra, dice que no sabe muy bien lo que ha escrito. Dice: "esto lo escribí para un actor, pero yo no sé si es un texto dramático, es un cuento..." Baricco no era un dramaturgo, era un novelista y se nota. Nosotros hemos sido fieles al texto de Baricco salvo en que hemos quitado unas introspecciones poéticas que no venían a cuento porque al verbalizarlas no quedaban bien.

--Desde su punto de vista, ¿cuál ha sido el cambio más significativo que ha sufrido el teatro desde los años sesenta, cuando usted empezó, hasta los años actuales?

--Los cambios han sido evolutivos, poco a poco, no siempre para bien. El famoso 21% de IVA se está cargando el teatro. Ahora solo se hacen funciones de dos o tres personajes porque las cuentas no salen. Casi no salen con Novecento, es terrorífico. Por otra parte, leí un estudio de dos sociólogos que decían que se estaba detectando una especie de cansancio de lo audiovisual porque estamos rodeados por todas partes de imágenes. Sin embargo, los conciertos están llenos y con el teatro pasa algo similar: hay una necesidad de verlo en directo. El teatro tiene una ventaja: siendo mentira, paradójicamente, es verdad, y con eso no hay quien pueda.