Haber intentado mejorar un poco el pequeño mundo entorno". Con esa frase sencilla resume Eloy Fernández Clemente no sólo "las mil peripecias que increíblemente caben en una vida", sino sus tres tomos de memorias, deliberadamente extensos, para poder acomodar en ellos a cientos de amigos y compañeros de viaje. Y dejar espacio también, entre líneas, para piadosos silencios y algún aludido que otro. Tesón y melancolía (Prames), el tercer y último volumen, cubre el período 1987-2012 y ofrece perspectivas singulares: Eloy ya no es el estudiante que se va fabricando a sí mismo como periodista y maestro por los páramos inclementes de la posguerra. Ni el joven profesor que descubre en las penurias de su tierra la razón para regenerarla y emprender, animoso y en grupo, la denuncia del estado de cosas frente a la sinrazón autoritaria del tardofranquismo.

Los dos primeros tomos surgían desde la centralidad de un sujeto que se iba cargando de amigos y de argumentos. Este tercer volumen, sin dejar aquello, está planteado desde los límites, en los confines donde las creencias se desvanecen y las ideas arraigadas se enfrentan a nuevas resistencias, ahora por los caminos tortuosos de la democracia. Aquella larga dictadura, en su metástasis, propició una permanente microfísica del poder. La desidia, la ambición y la ignorancia se capilarizan sin tregua en múltiples y nuevos jefecillos. Aragón sigue en el aire.

DESENCANTO

Tesón y Melancolía arranca con el desencanto religioso: Tras uno de aquellos encuentros "apostólicos" que habían contribuido a su formación sentimental, social e intelectual, Eloy escribe: "Me sentí muy lejos de todo aquello, incómodo". Elías Yanes llegaba con un aura de progresista y culto "y resultó ser sólo discreto y amable". Y en los foros cristiano-marxistas, "la imprecisión de los objetivos, la amplitud excesiva de los temas, la falta de método y rodaje-". El autor da cuenta de "los pésimos sermones de los entierros", de que los viejos ritos familiares que "no han encontrado un sustituto laico"- La frustración de haber habitado tanto tiempo en un espacio del que uno se siente "claramente alejado, violentamente arrojado".

Escribir desde los límites: Teruel. Ya no es ahora el instituto o el colegio paulino el centro de interés del autor, sino los viajes con Labordeta por las sierras: "esas gentes que, cuando llega la noche, invaden el olivar con su frío y su cansancio que se hace sueño". Su visión de "azafraneros altivos y sencillos paleontólogos", la "falta de espíritu empresarial de sus clases dominantes" y , en definitiva, la historia como "un tiempo no cuajado, no verazmente contado". Frente al baturrismo a la violeta, que quiere aplicar a Aragón una heterodoxia surrealista casi genética, ni que quiera ni que no, Eloy Fernández se plantea por pasiva "si existe una manera heterodoxa de ser aragonés".

Y surgen en el libro personajes como el Presidente Hipólito, capaz de construir frases desplegables: "-es más importante estar con la verdad que con la congruencia", o también: "es dolorosamente estrafalario que se excluya a Aragón-", que parecen pronunciadas desde un camarote. O un José Marco, descrito por Eloy como "ambicioso empresario y pintoresco filósofo", por no hablar ya de Darío Vidal y su semblanza periodística "-de un castillo recortable a las obras de la Seo-". Pero el autor es amable y al mismo tiempo no está para bromas. Se presentan todas las legislaturas políticas desde la mirada de un propulsor de ideas, de un nuevo Costa ("a distancia, pero cerca"). El centralismo del PSOE, la advertencia a Bandrés de "pensar más en términos de izquierda que de nación". La sutil distancia de CHA.

Se suceden impulsos y propuestas truncadas por tozudez ajena, como el cortometraje sobre Cabrera y la guerra del Maestrazgo, o postergadas como el Museo Pablo Serrano, zancadillas a Emilio Gastón como Justicia, desde el PSOE y mil otras. Aunque también pequeñas victorias: Tuñón de Lara escribió la cartilla sobre la batalla de Teruel: "-porque los vencedores de aquel levantamiento militar, los dirigentes de una dictadura férrea y cruel no deben mantener a través de sus sucesores, todavía la censura sobre la historia, o peor aún su tergiversación y su mentira", escribe Eloy.

Todo viene al lector desde los márgenes, lejos del centro, "en el afán de llegar a lo minúsculo", como observó sobre Eloy Antón Castro. Hay declaraciones terribles: "Cada vez me gusta más Aragón, cuanto más lejos está, física, económica, cultural y socialmente de esta Zaragoceta de m-" , en un elogio de aldea muy de los 70: "las gentes de los pueblos aún animosas, ilusionadas, haciendo cosas, viviendo razonablemente-".

En este tomo prolijo que se escapa a la reseña por todas las costuras, destaca el capítulo dedicado a Gente de Orden: "Jamás en mi vida me he metido en una tarea tan descomunal, ni siquiera Andalán o la Gea". En esos años 20 del pasado siglo surgen muchas cuestiones fundamentales para los aragoneses: "su impulso económico en multitud de aspectos; la revisión de todas sus señas de identidad, fundamentalmente jurídicas, históricas, artísticas o del propio paisaje mirado de otro modo; la actividad cultural, que sin renunciar al viejo folklore pero sí a todos los falsos y aplastantes baturrismos, se eleva a cumbres magníficas de las que apenas bastará evocar a Jarnés y Sender, Gargallo y Acín, García Mercadal y Buñuel".

Eloy había puesto todo su empeño en cuatro libros para destacar a "ese grupo de resistentes de todo tipo", frente a" tanta mediocridad, tanta torpeza, tales ríos de vanidad simple y estúpida, tanta retórica y se esforzó en explicar qué pudo llevar a claudicaciones vergonzantes, ditirambos tópicos, ingenuidades bobas". Y deja deslizar en sus Memorias un comentario de José Carlos Mainer, el piloto crítico de aquella Edad de Plata literaria: "Me hubiera gustado --escribe Mainer a Eloy-- verte más distante y crítico; lo sueles estar, pero en los seres humanos la proximidad sentimental siempre traiciona, y tú eres demasiado humano en ese orden de cosas". Un chaparrón helado sobre la trabajosa búsqueda de una identidad.

EPITAFIO ADELANTADO

Hay nuevos despliegues de gente, traída por el autor, ahora viajero, como nuestros exiliados en México (de nuevo una mirada oblicua a Aragón desde los márgenes), sobre la cátedra y el decanato; los entresijos universitarios, los rectores. Y luego, la familia y los amigos, yendo y viniendo por todo el libro como un coro griego. Entusiasmo, tesón y melancolía: Eloy cierra sus memorias con un epitafio por adelantado, al límite: "Qué desoladora sensación la de haber estado e irse, sin saber casi nada de todo lo principal, y sin que todos los mitos y fábulas elaborados por el hombre expliquen por qué se acaba todo y por qué estuvimos, aparte de haber intentado mejorar un poco el pequeño mundo entorno".