Desde su nacimiento como manga serializado en el 2003, Death note no ha dejado de encender la imaginación de jóvenes y no tan jóvenes lectores alrededor del mundo. La obra de Tsugumi Ohba (guion) y Takeshi Obata (dibujo) hace preguntas no por familiares menos importantes o sugerentes: ¿el fin siempre justifica los medios? ¿Se puede hacer el bien a través del mal? O, en palabras más precisas: ¿usarías si cayera en tus manos un cuaderno en el que solo con escribir el nombre de alguien, esa persona caería muerta?

En el manga, un shinigami (dios de la muerte japonés) deja caer uno de esos cuadernos en el mundo humano por aburrimiento y para saber cómo nos las gastamos aquí en moralidad. Quien lo recoge es Light Yagami, estudiante modélico, excelso en los deportes, popular con las chicas, adorado por su familia… Y líder megalómano en potencia.

Tras exitosas primeras pruebas, Light se decide a salvar un mundo moralmente decrépito a través de la eliminación sistemática de maleantes e inmorales. Sus delirios de grandeza lo convierten en el criminal más peligroso del mundo, capaz de desconcertar a la Interpol, el FBI y un detective de fama global, L, con el que establece un complicado juego de gato-ratón.

Light no está solo en su campaña de terror. Tener ese cuaderno conlleva muchas obligaciones, entre ellas estar acompañado de por vida, o hasta que se acabe el cuaderno, por el shinigami al que perteneció en un primer momento. Death note es, entre otras cosas, una extraña historia de amistad en la que un dios de la muerte se convierte en el Sancho Panza de un joven Quijote sociópata.

En el 2006 llegó la serie anime, fiel al tebeo salvo por el final. Y también una adaptación en forma de novela ligera, una especie de cuento largo con ilustraciones. Y una película dividida en dos partes (al estilo Kill Bill) estrenadas con cinco meses de diferencia...

Las dos partes fueron número uno de taquilla en su país, lo que permitió el estreno de un spin-off basado en L dos años después (L: Change the world); una tardía tercera entrega (Death note: light up the new world) no llegó ya hasta el 2016, precedida por una miniserie-bisagra. No es la única serie de imagen real basada en la franquicia: también existe otra del 2015 que se toma todas las libertades del mundo.

Más o menos como Death note, la adaptación estadounidense al cine que Netflix estrena hoy y que quizá pondrá en pie de guerra a los puristas del tebeo. Los cambios son importantes. Y van más allá del lógico traslado de la acción de Tokyo a Seattle (Washington). Sobrevive el shinigami Ryuk, además de algunas preocupaciones y claves argumentales básicas, pero por lo demás es otra historia.

Sucumbir al poder

El Light encarnado por Nat Wolff (Ciudades de papel) no es ese joven perfecto que sucumbe a las ansias de poder, sino un pobre perdedor instigado en su misión por una animadora, Mia (Margaret Qualley, de The leftovers), especie de mezcla de la Misa del cómic y la Shiori de las películas del 2006, a la que creía fuera de su liga. Si en el cómic Light era un protagonista incómodo, aquí es un personaje con el que cuesta un poco menos identificarse.

Death note, versión Netflix, refuerza el componente humorístico hasta lo discutible: los gritos del Light de Wolff en el clímax son anticlimáticos. Pero el director Adam Wingard, necesitado de un éxito tras el descalabro de su secuela-remake de El proyecto de la Bruja de Blair.

¿Será esta película el comienzo de una nueva etapa angloparlante en la expansión de la franquicia? ¿O caerá tan poco bien como la última Ghost in the shell, que no logró apasionar ni a viejos fans ni a neófitos? La respuesta, en breve.