‘LAS OCHO MONTAÑAS’

Paolo Cognetti

Random House

Un libro honesto: como viene precedido de un rumor creciente (Premio Strega en Italia, Premio Médicis a la novela extranjera en Francia, ventas galácticas allá donde se ha publicado), es justo decirlo de antemano. Las ocho montañas, de Paolo Cognetti (Milán, 1978), no promete nada que no entregue; puede insertarse en la moda de un aparente redescubrimiento de la naturaleza, pero eso sería una consecuencia de la escritura, no su causa. Es tentador adentrarse en la lectura buscando la trampa, la filosofía barata, alguna blandenguería que explique el éxito masivo, pero, a medida que van pasando las páginas y no aparece el truco, la desconfianza se diluye en la agradable sorpresa de encontrarse con un texto honesto, que pretende contar una historia bien concreta y lo hace con eficacia.

Un libro clásico: la historia que cuenta y el modo de contarlo. No hay, ni se pretende, innovación alguna. Pietro es un niño de ciudad que veranea en un pequeño pueblo en el que ocurren las dos experiencias centrales de su infancia: el descubrimiento de la montaña en largas caminatas en compañía de su padre, hosco y entusiasta por igual; y el descubrimiento de la amistad en la persona de Bruno, el niño montañés que vive todo el año en el pueblo. En la segunda mitad saltamos a la edad adulta: muerto el padre, asistimos al relato del reencuentro entre Pietro, convertido en hombre de ciudad, y Bruno, adulto como él, que no ha salido del pueblo aún. La voz de Pietro cuenta hasta el final toda la historia en un amable tono convencional que, inevitablemente, lleva consigo el eco de London, Conrad y compañía. Es un clásico, dicho sea como constatación, no como juicio de valor.

TEXTO CASI ADUSTO / Un libro sabio: y no porque quiera administrar grandes píldoras de sabiduría sobre la civilización y la naturaleza o sobre el encuentro del hombre consigo mismo ante la inmensidad de la montaña, sino justamente por lo contrario. El texto es más bien seco, tirando a adusto. La historia se sostiene, sí, en ideas elementales, pero Cognetti tiene la inteligencia de no hacerlas explícitas salvo en dos ocasiones interesantes: un diálogo entre padre e hijo en el que se nos hace entender que si vivimos sumergidos en el río de la vida, el futuro no está en la desembocadura hacia la que se derrama el agua, como podría parecer, sino en el manantial del que brota. Es decir, en el agua que aún ha de mojarnos. Porque estamos dentro del río. Simple. Interesante. La otra aparece en un diálogo en el que Bruno afea a Pietro el uso de la palabra naturaleza diciéndole que esa es una abstracción útil solo para quienes no viven en ella. «Nosotros -le dice, refiriéndose a los montañeses de verdad- no hablamos de naturaleza. Nosotros decimos bosque, prado, torrente, cosas que pueden tocarse con un dedo».

Un libro doblemente útil: la ficción ha de servir para ensanchar la vida, para habitar lugares (en un sentido físico, pero también moral, emocional, estético) que no nos corresponden. Los amantes de la naturaleza agradecerán que Las ocho montañas les proponga un viaje al reino de lo salvaje. Los perezosos, la posibilidad de asombrarse ante picos, valles y avalanchas sin abandonar el sofá.