La literatura infantil y juvenil tiene su miga. Me atrevo a decir que conquistar a los pequeños con una buena historia que les lleve a no soltar el libro de las manos es digno de aplauso, más aún en una época como esta, donde la tecnología les acompaña desde la cuna. Quien tiene ese don, intuyo que tiene también el de ir más allá y construir una trama para un público mucho más crecido. Podría remitirme a numerosas pruebas, pero de momento me quedo con una: la escritora Ana Alcolea ha publicado recientemente, y para todos los públicos, una novela maravillosa. Dicho así suena pomposo, pero cuando se parte de una materia prima que merece ser aprovechada y se sabe plasmar en el papel como si se hubiera vivido, porque incluso puede ocurrir que se haya vivido, el resultado consigue alcanzar el propósito ansiado: un trabajo redondo. Lo es. Nada se cuenta tan bien como lo que se conoce, lo que se lleva dentro, lo que quizás es más fácil expresar sin abrir la boca. En las manos de una escritora con tanto oficio, con tanta sensibilidad, la historia cobra magia. Claro, hay una estupenda estructura, unos personajes llenos de pasado y de esencia que en nosotros mismos permanece, y un ritmo que permite observar la vida entre pausas y prisas, como el paso del tiempo impone. Sería hermoso encontrar en el fondo de cualquier cajón de cualquier mueble de cualquiera de nuestras casas alguna de esas Postales coloreadas que dan título a esta novela, editada por Contraseña.

No hay capítulos ya que no hay paradas. La vida no para. La vida transcurre aunque a veces sintamos que entre una generación y otra ha habido un intermedio. Y como en todo trayecto que se precie, literario o no, siempre presente el tren. Hay que subirse a él para saber que esta es una historia que comienza a finales del XIX y que llega hasta hoy, porque bien mirado resulta imposible no conservar la esencia de aquellos que de personas han pasado a personajes y que residen en el corazón de la autora e, inevitablemente, en el de sus lectores. Nos emocionan, nos hablan, nos cuentan cómo era la vida incluso cuando ni siquiera era vida. Lo que se guardan es tan potente como lo que muestran, y esos silencios son perfectos para que la imaginación de cada uno les regale las vivencias deseadas, una mirada y un rostro únicos. Sí, quienes desfilan por estas páginas las iluminan. A todos nos gustaría mirar atrás y ponerle voz a lo que ya se ha convertido en silencio. Es la única manera de apaciguar cualquiera de los miedos que a veces nos invaden.

Ana Alcolea ha escrito una ficción llena de anécdotas. Es la recreación de una historia de amor de la que habrá escuchado hablar en casa en infinidad de ocasiones. No hay apenas espacio para referirse a sí misma. Los protagonistas son otros, dueños de un legado emocional que se ha transmitido de generación en generación y que ahora nos ha alcanzado a todos los que nos encontramos fuera de su espacio y de su tiempo. Esta novela se lee de tirón, sin dejar de sonreír cuando reconocemos gestos que siempre han estado ahí, ajenos a cualquier moda, porque pertenecen a lo más íntimo del ser humano. En su hermosa reconstrucción, la autora ha viajado hasta los años en los que sus bisabuelos empezaron a caminar juntos y a acumular vivencias, que al final es la única manera de pasar de lo mundano a lo legendario. Y aunque ciertamente son ellos los protagonistas, su historia es el germen de muchas otras, que vienen luego, anunciando nuevos tiempos y nuevas incertidumbres.

Testigos de todo ello bien saben que el pasado permanece.