Después dejé de preocuparme por mi peso. Me daba todo igual: lo único que quería era dormir y no despertarme nunca más. Quería que los huesos se me deshicieran, desaparecer. Y ya no tenía que luchar contra el hambre porque se me fue del todo. Hasta que un día J. llamó a casa. El teléfono lo cogió mi madre porque no había nadie más en casa. Desde la habitación la oí cómo le decía que había traído muchos problemas a la familia. «Yo no estoy contenta». Nadie sabe cómo había hecho mi madre para aprender la lengua sin casi salir de casa.

El día que vino J. estaba muy nerviosa. No para de limpiar y de regañar a los pequeños. Yo me esperé en la habitación hasta que sonó el timbre y el corazón empezó a latirme de una forma que creía que me escucharían desde el comedor. Lo recibió uno de mis hermanos mayores y entró en silencio. Mi padre tardó un rato en recibirlo. Mi madre me dijo: «Anda, ven a hacernos un té». Entonces, desde la cocina y a pesar del ruido de la olla a presión y la campana, me llegaron las voces que no sabían muy bien qué decirse. Mi hermano y J. se conocían y se llamaban tío y cosas por el estilo que no encajaban nada en una petición de matrimonio. «Y qué, tío, ¿cómo acabó lo del otro día?» Se referían a un mundo del todo desconocido para mí porque mis hermanos ya podían salir de noche. Yo no porque era una chica y ahora que lo pienso me parece extraño que a ellos les pareciera lo más normal del mundo. Eso sí, luego me contaban sus aventuras nocturnas.

Hice el té y, al servirlo, intenté no mirar a J., que nuestros ojos no se encontraran, que mi madre no notara nada de lo que sentía cuando estaba cerca de él. ¡Qué cuadro tan extraño!, pensé. J. llevaba unos tejanos anchos con el dobladillo deshilachado, una camiseta de Nirvana, pero se había quitado el aro. Las gafas gruesas que llevaba le protegerían. De repente, me supo muy mal que tuviera que pasar por todo aquello. La camiseta de Nirvana y los tejanos deshilachados no quedaban muy bien con la tela de terciopelo que cubría los sofás y los cojines.

Al final, mi padre salió de su habitación. Al principio ni miró a J. Fue hasta el mueble como si no hubiera nadie, sacó unos papeles haciendo como que eran muy importantes poniéndose las gafas para la presbicia. No sé si alguno de nosotros respiraba, pero no se escuchaba ni el aleteo de una mosca.

Mi padre se sentó al lado de mi hermano, delante de J., y lo miró fijamente antes de hablarle. Mi madre se mordía las uñas y yo sentía un vacío en el estómago que era un pozo oscuro. Por primera vez en muchos días notaba la punzada del hambre y me acordaba del abuelo, que me contó que un día, solo en la montaña donde estaban las minas en las que trabajaba, el hambre estaba a punto de volverlo loco, le daba ese latido que en su lengua tiene nombre de enfermedad que no sabría traducir y para aliviarse apretó la base de una botella de cristal contra el vientre hasta que el latido se detuvo.

Sonidos extraños

«¿O sea, que te quieres convertir?» Fue lo primero que le dijo mi padre a J. mientras le miraba fijamente el lóbulo perforado de la oreja, las gafas gruesas que le hacían unos ojos enormes como de dibujos animados y la coleta. Sobre todo le miraba la mata de pelo largo, liso y rubio que recogía en una coleta en la nuca. J. aguantó un poco el escrutinio, pero empezó a mover la pierna, que era lo que siempre hacía cuando se ponía nervioso. De repente, alzó un dedo y soltó una retahíla de sonidos extraños que nadie entendió. «¿Qué?», dijo mi padre, y J. volvió a levantar el índice y a pronunciar los mismos sonidos extraños. Mi padre, en nuestra lengua, se dirigió a mi madre: «¿Qué le pasa a este chico?» Y J. se tradujo a sí mismo: «Juro que no hay más Dios que Dios…» Entonces mi padre se puso a reír, luego se le sumaron mi madre y mi hermano. A J. yo hacía tiempo que le había enseñado el juramento para que se convirtiera a la religión de mis padres, pero le costaba distinguir todos esos sonidos aspirados y guturales y acabó mezclándolos sin sentido. Mi padre se lo hacía repetir una y otra vez, y volvía a reír sin parar. J. sonreía con timidez, sin saber, aún, qué hacer con las manos. Yo aprovechaba para mirarlo. Que salga bien, pensaba, que todo esto salga bien y podamos volver a ser el uno para el otro de nuevo. También en la calle. También en la noche.