En los años 80, antes de que Daniel Pennac se diese a conocer masivamente en España con su ensayo Como una novela, que reivindicaba el placer de la lectura y no su obligatoriedad, el autor empezó a escribir una descacharrante saga de seis novelas sobre la familia Malaussène que despertó pasiones lectoras. Benjamin Malaussène, el mayor de la tribu y chivo expiatorio profesional, que habitaba en el barrio parisino de Belleville cuando este aún no se había gentrificado, regresa 17 años después de la sexta entrega de aquel ciclo en El caso Malaussène. Me mintieron (Random House). Ahora aquel personaje urbano ha acabado instalándose por amor y por trabajo en el montañoso Vercors.

Como en episodios anteriores, un coro de personajes excéntricos rodean al antihéroe, hoy más viejo. Destaca Alceste, un escritor partidario convencido de lo que Pennac llama con humor la «verdad verdadera», ese alguien con un yo tan hipertrofiado que no alberga la menor duda de nada. «El temperamento francés está muy dotado para ese tipo de autores», dice malicioso sin que se le pueda sacar un solo nombre inculpatorio. Junto a Alceste cabe destacar a George Lapietá, un empresario secuestrado después de embolsarse una bonificación de 22 millones tras dejar a los 8.000 trabajadores de su empresa en la calle. Y es que muchas cosas han pasado en los 25 años transcurridos desde La felicidad de los ogros. «En los 80 cayó el Muro y se gestó la idea del fin de la historia. Íbamos a vivir en un presente eterno. Y lo más loco de todo es que luego entramos en este otro sistema, en el liberalismo absoluto, que también percibimos como eterno», reflexiona el autor interrogado sobre el antes y el ahora. Respecto a la cifra de la prima asegura que no es una de sus exageraciones satíricas: «Es la media de los que se llevan los empresarios en este tipo de operaciones. Nada más».

Pennac disfruta hablando de Malaussène con una característica mezcla de pasión y detenimiento, como un profesor frente a su audiencia. Para él, su criatura (con la que se identifica) es la única persona en el mundo que considera su muerte como cierta y probable, cuando el resto de los mortales solemos vivir en la contradicción de una muerte cierta pero improbable. «Ahora adora la soledad; antes no era así». Esas certidumbres, o más bien su falta de ellas, marcan, según el autor de Mal de escuela, el signo actual de los tiempos. «Las personas que se quedan en el paro, abocadas a una desesperanza profunda, sienten que no son nadie. Fueron formados con la idea de que el trabajo les confería una identidad y ya no lo tienen. Ahora el trabajo ya no es un valor humano, sino un elemento más para las finanzas».

Puesto a buscarle tres patas a un futuro difícil de imaginar, se entrega a las conjeturas. «Espero que estos financieros se den cuenta de que a la larga su forma de proceder acabará con el tejido social y eso puede hacer peligrar su clase social. Posiblemente se vean obligados a redistribuir el dinero entre la gente, incluso entre aquellos que no trabajan y que no van a trabajar nunca, para evitar males mayores». Mientras esto ocurre, explica, Europa, que solo ha trabajado sin gran éxito su consolidación económica y no su identidad cultural, se repliega, opina, en la vieja tentación de los nacionalismos. «Lo estamos viendo en tantos países europeos, la reducción nacionalista a través de una serie de movimientos políticos que se alimentan de las desgracias de la gente para medrar».