«Te felicito efusivamente, Fabià, de una manera francamente efusiva», dijo Enric Picart. Después de ese día en la playa, no nos habíamos visto más hasta la tarde en que volvió al tanatorio para asistir como público a uno de los funerales que yo oficiaba, si es que puede llamarse así. Aquel fue el último día en que lo vi. Esperó a que terminara el funeral. La familia se despidió de los amigos y yo me quité la corbata y la americana azul oscuro que era el uniforme de los trabajadores del tanatorio cuando teníamos que dirigir una ceremonia. Volvió a decirlo: «Tienes que saber que te felicito de verdad. El texto que has leído me ha parecido extraordinariamente apropiado. ¿Era excursionista el difunto?». Sí, lo era, era un hombre mayor a quien le gustaba mucho caminar y la familia quiso que leyera un fragmento de un tal David Le Breton, Elogio del caminar. Le dije que el texto no era de cosecha propia y que ni siquiera sabía quién era ese tío, el tal Le Breton, ni nada de nada, que había sido una idea de la familia. Pero Enric Picart dijo: «Es igual. Lo has leído muy bien, Fabià. ¿Podrías leerlo de nuevo? ¿Podrías, por favor? Va, vuelve a leerlo».

Le dije que justo allí no podía, que sería un despropósito y una falta de consideración para con la familia y que, si quería, podíamos dar una vuelta por el camino del arroyo que hay junto al tanatorio, con chopos en la orilla. «De acuerdo», dijo Enric Picart. Fuimos y leí aquel fragmento. Era un escrito que decía que el hecho de caminar, a veces, es algo infinito, que no tiene final y que solo hay un camino por recorrer, que es el del tiempo. Y contaba la historia de un ciego que caminaba sin descanso por un camino circular, sin obstáculos, y que escuchaba sus piernas cuando caminaban, y también los olores y la brisa. Y que no se alejaba nunca del circuito que ya conocía de memoria, con todos los hábitos y las manías que había ido adquiriendo de tanto recorrerlo. Y terminé así: «Caminar sin parar para no llegar a ninguna parte, para olvidar el paso del tiempo, simplemente, y para ralentizar los lentos avances hacia la muerte, que es el final de todas las caminatas».

Enric Picart dijo: «Un día deberíamos hacerlo tú y yo. Quiero decir que deberíamos hacer como este ciego y empezar a caminar sin parar». Estas fueron las últimas palabras que le oí. No me miró a los ojos -siempre solía hablar como si mirara al suelo y apenas levantaba la vista-, no me dijo adiós ni me dijo dónde vivía ni dónde podía localizarlo. Sé pocas cosas de Enric Picart. Quizá un día volverá, es probable que sí. Quiero pensar que sí. He visto en la televisión un anuncio de un coche, me parece que era un coche, en el que salen un chico y una chica que viven muy lejos el uno del otro. Ambos, sin embargo, encuentran un hilo de color rojo, casi nada, un hilo muy delgado y muy frágil, y deciden seguirlo y resulta que ese hilo no se acaba nunca y pasa por montañas y por ciudades, por en medio de las vías del tren y por las orillas de un lago, y al final resulta que es el mismo hilo y resulta que se encuentran ambos, enfrentados, desconocidos, separados por una cerca de alambre. Y deciden saltarla porque el hilo ha hecho que se encontraran. Ya sé que es ramplón y que es asquerosamente romántico y todo eso, pero es un anuncio de coches, qué quieren que les diga.

No sé casi nada de Enric Picart. Y tampoco sé casi nada de la mujer que estaba en la playa con su hombre y su hijo. No sé nada, sino su magnetismo. Pero imagino que en un mundo con certezas podríamos ser leales el uno con el otro y que, si en este mundo no hubiera resistencia del aire, tal vez se daría el caso de que su bala de plomo y mi pluma de pluma descenderían a la misma velocidad. Recuerdo lo que no he vivido, como una falda blanca de hilo con pequeños agujeros y con un lazo para abrocharla, y un baile con ella y con esta falda, que revolotea, un baile sin hora de acabar el baile. Y también recuerdo su casa, sobre todo unos armarios empotrados donde guarda cuidadosamente la falda, y unas plantas que hace años que están allí -un helecho, un potos que ha crecido con desazón, un rosal que le regalaron- y que para ella son el castillo que no se desmorona, la salvaguarda, la muralla que la protege. Y también recuerdo un sofá de piel negra y unos cuadros con manzanas y naranjas, y otro cuadro donde sale ella y su cabello rizado. Y un pez que, con su mirada (es un cuadro, también), piensa, con pesadumbre, todo esto que no conozco y que nunca conoceré. Y que he perdido sin haberlo poseído nunca.

Mañana, el primer capítulo del relato de Juan Soto Ivars.