Como es obvio, todos los obituarios recordarán hoy a José María Íñigo por aquel mítico programa con Uri Geller y por ser la voz de Eurovisión de los últimos años, especialmente ahora que estamos en los días previos a una nueva edición del festival de festivales. Es lo que tiene los estigmas, que no te los quitas de encima ni con agua caliente. Por no hablar de las referencias a su frondoso bigote, el ¡bigote de España!, una seña de identidad a la altura de la mancha en la frente de Gorvachov, los ojos de Liz Taylor, el tupé de Elvis, la pierna izquierda de Messi o la estupidez innata de Trump. Únicos e intransferibles.

Pero a las nuevas generaciones, las que no vieron jamás ni tienen noción de que una vez en un programa de televisión un tipo dobló y rompió una cuchara utilizando solo su mente -o eso nos hicieron creer a todos-, sería bueno decirles que ayer murió la primera persona que, literalmente, se metió en el hogar de los españoles entrando por la pequeña pantalla. Durante años fue un integrante más de cada familia, ese tío carnal, viajado y leído que a la hora de la cena hacía de puente, de guía, de conexión con el mundo real y en ocasiones demasiado lejano.

Hoy es día para los elogios, claro, y para mostrar admiración por un individuo eminentemente honesto consigo mismo, profesional de la comunicación como pocos y experto y curtido viajero, pero sin olvidar que también hablamos de un cascarrabias de fina ironía, ruda sinceridad, ideas innegociables y conversación de altura, sin hueco para los lugares comunes ni las obviedades. Como al tiempo le daba el valor que tiene, nunca estaba para tonterías.

Por encima de todo, con Íñigo se va un interminable álbum de anécdotas, una enciclopedia de momentos laborales y personales, empezando por ese niño de 14 años que llevó a su madre el primer sueldo -625 pesetas- que ganó como botones en Bilbao, su ciudad natal. El mismo que años después hizo el amor en uno de los ascensores de las Torres Gemelas de Nueva York durante el minuto y 50 segundos que duraba el trayecto hasta el último piso (fue un «éxito de crítica y público», decía) o que se vio obligado a cortar una entrevista en directo con Rita Hayworth al comprobar que ella había llegado al estudio como una cuba. El presentador explicó después que con copas y sin ellas la diva sabía mirar al entrevistador «como si fuera el hombre de su vida».

Prudente, sagaz y lleno de recursos, dio auténticos recitales de periodismo, empezando por el manejo de la situación que tenía siempre que en sus programas (Estudio abierto, Directísimo, Esta noche... fiesta o Fantástico) se enfrentaba, nunca mejor dicho, a Perico Fernández. Entrevistar al campeón aragonés fue siempre un deporte de riesgo, ya que podía salir por cualquier sitio, física y verbalmente. Es decir, alguien al que no deberías preguntar nunca en directo por mucho que el protagonista sea un ídolo de masas como lo era Perico en los 70.

Sirva como ejemplo una anécdota narrada por el propio Íñigo con motivo de la muerte del boxeador, hace año y medio: «Contraté a Perico una vez para la presentación de unos perfumes en Barcelona en el marco de la Asamblea Nacional de Perfumistas. Más de mil, todos vestidos de gala. Era una reunión seria e importante. Se trataba de subir al escenario y decir que tras un combate, nada como una ducha y un poco de colonia. Antes que él lo hicieron un actor, un cantante y un torero... Cuando le llega el turno a Perico y le pregunto qué hace después de cada combate él solo contesta que se ducha. Yo trato que me diga, como habíamos ensayado, lo del perfume..., pero nada. Hasta que ya, cansado, le digo: ‘Y después de la ducha, ¿usarás un perfume, supongo...?’. A lo que me respondió, ante tan distinguida audiencia, alto y claro: ‘¡Perfume no, que es de maricones!’».