Uno de los títulos de libros más estrambóticos con que me he topado, lo encontré en una librería de viejo de la ciudad coruñesa de Ferrol hace ya algunos años: Prehistoria moderna iba firmado por el arqueólogo estadounidense Robert C. Dunnell y 1977 fue el año de su publicación en España.

Sin embargo, el oxímoron del título (como lo sería el hablar, por ejemplo, de guerra pacífica o de triste felicidad) estaría justificado, porque ¿puede hablarse de modernidad en la Prehistoria? Por supuesto. Es más, los arqueólogos franceses Pascal Guissot y Marc Azéma, han expuesto en un documental (emitido hace apenas unas semanas en la 2 de TVE) que una nueva interpretación del arte paleolítico (pinturas y grabados hechos por el hombre en las paredes de las cavernas y en huesos de animales, hace 40.000 años) nos permite concebirlo como una forma primigenia del arte cinematográfico del que habría sido precursor el Homo sapiens.

Imponentes santuarios

De hecho, la arqueología siempre ha considerado a las cuevas con pinturas rupestres (Lascaux, en Francia, con imágenes de briosos caballos, o Altamira, en Santander, con sus poderosos bisontes) como imponentes santuarios, en cuyas oscuras paredes, a modo de gigantescas pantallas, la humanidad prehistórica proyectó imágenes que secuenciaban magistrales escenas de fauna cuaternaria. Un arte, aún a día de hoy, asombroso e insuperable.

Si contemplamos la obra de arte como un recurso epistemológico, nos encontraremos con que sustancialmente las imágenes representadas constituyen un proceso de comunicación que ya el hombre de las cavernas sintió la necesidad de desarrollar. Para que haya cine debe haber luz y oscuridad, y el hombre cuaternario encontró el lugar ideal para la representación animada de sus observaciones sobre la naturaleza, en la profundidad de las cavernas. Imaginemos el espíritu mágico y sagrado que se debió cernir sobre los miembros de la tribu congregada en el interior de la cueva, con el artista prehistórico iluminando con su lámpara de barro, pautadamente, cada una de las escenas, jugando con los claroscuros, y proyectando sombras animadas sobre las paredes de la cueva en las que había desarrollado su obra.

Allí donde no había nada, la proyección de un reflejo ponía de relieve la existencia de un bisonte iniciando la carrera, y a su lado el mismo ya al galope, hasta confluir en una siguiente imagen en la que el animal caía abruptamente asaeteado, completando con su muerte los diferentes planos de la escena. Habremos de convenir por tanto que, muy probablemente, el hombre del cuaternario buscó en sus tiempos de ocio, con su lucerna, mamuts, bisontes y caballos en las paredes de las cuevas, como ahora el hombre moderno busca pokémons y pikachus con su móvil por los lugares más insospechados.

Fue el escritor israelí Amos Oz quien dijo que si fuese posible, recetaría cápsulas de humor como medio infalible para acabar con el fanatismo. Así que pensemos en los memes que se podrían hacer por ejemplo con el niño de la película El sexto sentido, diciéndole con cara de miedo a Bruce Willis: "En ocasiones veo pokémons", o al androide de Blade runner (película de 1982) asombrando a Harrison Ford: "He visto pokémons que vosotros no creeríais".

Nuestra sociedad moderna vive de espaldas al sufrimiento y la muerte, aunque es consciente de que ambos forman parte esencial de su mundo más inmediato, pero lejos de afrontar el dolor racionalmente, articula una respuesta de evasión. Hemos llegado así al estadio del homo ludicus, en el que lo que prima es la búsqueda del placer y la diversión inmediatos. Y qué duda cabe de que el mundo virtual que son capaces de proporcionarnos las nuevas tecnologías está contribuyendo de manera decisiva a la infantilización de la sociedad, cada vez más ajena a los verdaderos poderes en los que se toman las más transcendentales decisiones para la vida.

La humanidad ha transitado durante los últimos 40.000 años sobre la Tierra y es como si nada hubiese cambiado a lo largo de este tiempo. Con sus útiles de piedra, madera, pieles y hueso, nuestros antepasados prehistóricos fueron capaces de crear la magia del arte y de la comunicación, al igual que hacemos hoy en día a través de los satélites. De manera que, en la estela de lo que sostuviera el paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould, que estableció una clara distinción entre evolución y progreso, ahora no estaríamos sino en una modesta moderna prehistoria de la civilización.