La restauración, los restaurantes, tienen muchas caras. Quizá la más clara y entendible, sea su labor de servicio, dar de comer a sus clientes, de forma razonable y ajustada. Dentro de ese concepto, cabe tanto el establecimiento de menú diario, donde se prima el precio, como el de placer, cuya factura pasa a un segundo lugar frente a la pura experiencia de la degustación gastronómica.

En ambos casos, es el cliente el dueño y señor, quien manda e impone sus gustos y exigencias. Y la cocina, dentro de un orden, se adecuará a las necesidades de sus comensales, que quizá admitan sorpresas y novedades, siempre que vengan convenientemente razonadas en el estilo de la casa.

Frente a ello existe otra opción, todavía minoritaria en Zaragoza, por la que es el cocinero quien impone su estilo, sus normas, su paladar, al que debe someterse el cliente, que aquí pierde el mando. La mayoría de los grandes restaurantes del mundo, los que marcan tendencias, se enmarcan en esta línea. Pero para que triunfe, o al menos se gane dignamente la vida, se necesita una población entrenada en los asuntos del paladar o un alto número de visitantes gastronómicos, o los dos a la vez. Lo que no sucede a orillas del Ebro.

De ahí que difícilmente encontremos arroces en su punto, al dente; verduras elaboradas para realzar su sabor, aquí gustan pasadas, como el arroz; carnes singulares poco elaboradas, abonadas a su precio. Y así, difícilmente, la ciudad será puntera en esa gastronomía que deja huella.

Vítores a los pocos que se arriesgan; aplausos a sus escasos clientes; y, es lo que hay, resignación para los aficionados de verdad. Manda el cliente y es el que es.