Ramón Pernas presentó ayer su última novela, El libro de Jonás (Espasa), en el Teatro Principal, dentro del festival Aragón Negro. Una obra que empieza con la pérdida del ojo del protagonista en un violento juego infantil.

—No da usted tregua. La primera escena impacta mucho...

—Siempre los principios y los finales deben serlo, lo del medio, al fin y al cabo, es puro relleno. Un crítico francés, me decía precisamente eso, que leía 30 líneas del principio y si le dejaban satisfecho continuaba leyendo. Al lector lo que le impacta es lo que ve en la novela. Entonces que, en ese principio, se astille el ojo de un niño y que ese ojo posibilite ver más allá de lo que vemos nosotros, genera una buena novela. Recuerdo que participé en un libro colectivo alemán que eran principios de novelas. Y es que no hace falta más. Mira Memorias de África. Seguramente, todo esto es una blasfemia pero te lo digo igual.

—El protagonista oculto se queda sin ojo y sin embargo ve más que nadie, ¿es una metáfora?

—Por supuesto, la magia de las palabras tiene mucho que ver con los principios de las palabras. La novela es un ser vivo en sí mismo, no es una obra de teatro, ni una poesía. Te da cercanía para descubrir mundos que están más allá del mundo que vemos. Que haya un sastre ciego que cosa trajes y que tenga una plancha con dos pilotos rojos encendidos que son los ojos del diablo, no es normal. Es inverosímil pero es la magia de la palabra.

—Una magia que le permite incluir a la muerte como un personaje más de la novela.

—Claro, es que a la muerte hay que tutearla, no es ilustrada, no ha leído nada más que las prescripciones facultativas de sus lectores y poco más, la muerte es ciega, no tiene sentido del olfato... Lo que pasa es que está muy sola y busca siempre la conversación, entonces hay que sentarla y dialogar con ella. Y la muerte se humaniza.

—En El libro de Jonás, la literatura es muy importante, casi es un anacronismo en los tiempos que corren.

—Los libros son las fortalezas, las defensas que nos protegen. Ya no se llevan como ese. En los libros están los viajes, la muerte y la vida. No es que sea anacrónico que yo haga esto en esta novela sino que simplemente está pasado de moda, el anacronismo es algo más perverso. A los poderes no le interesan los libros porque nos hace más tolerantes, críticos y responsables. Es un alegato contra el poder.

—Y, corríjame si me equivoco, un canto a la amistad.

—Estoy haciendo una trilogía sobre el tema de la cual ésta es la segunda novela, la primera, Paradiso, fue con la que gané el Premio Azorín. Reivindico, bueno en realidad no... Lo que pasa es que las novelas vienen conmigo y ahora estoy en una etapa sombría de una edad sexagenaria y quiero llevar a la novela mi edad. Escribo sobre esa gente que está desasistida y sobre la que nadie escribe. Reivindico la pasión y el deseo porque no envejece, lo que envejece es la piel. En este libro empiezo a los 9 años y termino a los 70, es un doble juego.

—¿Por qué cree que está silenciado toda esa generación que ahora es sexagenaria?

—Porque se ha impuesto una literatura de consumo inmediato, tan descontextualizada que lo que se divulga en España es de una inmediatez sobrehumana, chico y chica se quieren y se casan, o no. Entonces cuando uno reivindica la literatura como ejercicio intelectual de liberación es algo anacrónico. Yo escribí lo que tocaba, yo soy de izquierdas y hubo un tiempo en que tocaba hacer una defensa de las libertades pero uno va envejeciendo y te aseguro que eso se nota al ponerse un calcetín, en las resacas hospitalarias… Así que ahora hago una novela para todos los públicos pero quizá para que una generación se acuerde de algo que le pasó a la de sus padres.

—La novela transcurre en un pequeño pueblo Vilaponte con el que los personajes mantienen una relación de amor y odio, ¿es una experiencia personal?

—Vilaponte es un protagonista de la novela, un pueblo que es un estado de ánimo. Cuando era joven y llegaba a mi pueblo no me preguntaba cuándo había llegado sino cuándo me iba. Nunca fui para quedarme sino para irme. Ese caínismo que producen los pueblos lo he querido trasladar a la novela.

—Antes, en la primera pregunta, me hablaba del final como algo importante, en este, todo cobra sentido hasta el más mínimo detalle de la novela...

—La armadura es un puzle a la que le falta una pieza y cuando la encuentras, la pones. Yo no pongo un continuará, es un final. Mis novelas son siempre circulares, dan la vuelta y coinciden con el inicio. En esta novela, es un testimonio sorprendente lo que cierra el círculo.