La primera vez que visitó la Berlinale era muy joven. Tal vez, como reconoce él mismo ahora, demasiado joven. Fue hace ahora 16 años para presentar el melodrama coral Piedras (2002), y a partir de entonces el cineasta Ramón Salazar (Málaga, 1973) emprendió un accidentado viaje en busca de su propia identidad artística del que su cuarta película, asegura, funciona a modo de culminación.

En La enfermedad del domingo, con la que ayer regresó al certamen alemán fuera de concurso, habla de asuntos como el peso de las decisiones pasadas y el dolor causado por los vínculos rotos; y para ello cuenta la historia de una mujer a quien un día visita inesperadamente la hija a la que abandonó 35 años atrás, con una enigmática petición: que pase 10 días a solas con ella.

-A diferencia de sus películas previas, que estaban hechas de repartos corales, La enfermedad del domingo

-Pensé que eso era exactamente lo que ahora me apetecía: contar una historia con solo dos personajes en una localización remota, sin ruido de fondo y sin personajes secundarios; y centrarme en lo que más me gusta, que es la dirección de actores. La coralidad de mis películas anteriores, que es algo que a mí por otra parte me gusta mucho, en ocasiones llegó a distraerme de lo que en realidad quería contar. He querido centrarme en lo realmente importante, y despojarme de todo lo demás. Necesitaba esa desnudez.

-En ese sentido, destaca el modo en que la película huye del melodrama, que sí estaba presente en obras previas. Es una historia llena de emociones intensas, pero tratadas de forma muy seca.

-Sí, en cuanto una escena corre el riesgo de empezar a ponerse sentimental, se corta. Imponerme esa austeridad ha sido un ejercicio maravilloso. Durante el proceso de escritura me puse dos normas: una, que los personajes nunca se dijeran lo que querían decirse; otra, que los temas de la película nunca se verbalizaran; ni madre ni hija hablan de asuntos como la enfermedad o el perdón o el abandono. Y extendí esa sencillez también a la planificación: no usar cinco planos para narrar una escena que podía resolverse con dos. El proceso de edición fue rapidísimo, y me costó muy poco descubrir lo que sobraba. Eso también es algo muy nuevo en mí, que tiendo a enamorarme de todo lo que ruedo y luego no soy capaz de desechar lo que no funciona.

-Usted ya habló de hijos abandonados por sus padres en su anterior película, 10.000 noches en ninguna parte

-Bueno, los vínculos paternofiliales son algo que yo siempre he tenido muy presente. De niño me aterrorizaba absolutamente que mi madre un día de repente dejara de estar a mi lado. No sé, supongo que vendrá de ahí. Es gracioso, porque mi madre no deja de decirme: «Cuando hables con la prensa, explícales que nos llevamos muy bien, porque si no van a pensar que soy un ogro».

-¿Por qué cree que hay un estigma social tan grande alrededor de la idea de que una madre abandone a su propio hijo?

-Porque cuando una madre abandona a su hijo es como si le estuviera diciendo que no merece vivir o, directamente, como si le quitara la vida. Y eso es lo que sobre todo me interesó, meditar sobre lo que la sociedad dicta como el comportamiento que una madre tiene que tener obligatoriamente hacia su hijo. Al principio de la película, la madre accede a pasar esos días con su hija porque la presión social le hace sentir que se los debe. Lo interesante es que poco a poco el personaje se va despojando de ese condicionamiento externo para comportarse de forma tal vez antisocial pero llena de amor.

-La enfermedad del domingo

-Bueno, no quiero ni aburrir ni aburrirme. No hay una intencionalidad de ir variando por el mero hecho de hacerlo, sino más bien un proceso de búsqueda, de ir a tientas tratando de identificar el lugar al que pertenezco y en el que me siento más a gusto. Y he llegado a la conclusión de que este último proyecto es con el que más he disfrutado, de largo, y no lo digo porque lo esté promocionando. Gracias a él me he sentido cómodo y seguro, y he estado arropado por gente con la que me siento muy bien. Hay autores que dicen que la incomodidad y la inseguridad resultan inspiradoras, pero no estoy de acuerdo. En ese sentido, he cambiado mucho. Es en estas últimas películas que finalmente he descubierto lo que es la profesión y el modo en el que quiero gestionar mi carrera. Cuando hice mi primera película, era muy joven y no tenía ni idea de casi nada.

-¿Demasiado joven, diría?

-Sí, porque la repercusión de Piedras me pilló con el pie cambiado. Yo debuté con un corto, Hongos, y seis meses después ya había rodado ese primer largo; y seis meses después de hacerlo estaba en la sección oficial de la Berlinale. Me sentía abrumado, apabullado, incapaz de asimilar todo eso. Inevitablemente, me acabó pasando factura.

-¿De qué modo?

-Después de mi segunda película me enfrenté a un parón creativo de casi 12 años. Tuve que empezar a replantearme muchas cosas y volver a empezar de cero.

-La enfermedad del domingo

-Me parece fantástico, y punto. Y entiendo que haya quien pueda pensar que la lucha emprendida por las mujeres corre el riesgo de convertirse en una caza de brujas pero, por otra parte, para que la balanza llegue a equilibrarse primero es inevitable que se decante hacia el otro lado. Es necesario lo que está pasado, y es necesaria la manera drástica que tiene de estar pasando.