A los 17 años Félix Francisco Casanova escribió: «Las fotografías / de hermosos jóvenes muertos / en traje de baño / son casi siempre / el más perfecto / de los recuerdos». Y es inevitable no pensar en ello como una premonición frente a las imágenes que nos devuelven su figura. Una suerte de Jim Morrison angelical con no pocos demonios interiores y un prodigioso don de la invención poética que a su muerte, dos años más tarde, elevaría el recuento de su obra a cuatro poemarios en solitario y una novela, El don de Vorace, a los que ahora en la edición de sus Obras completas, a cargo de Demipage, reúne textos como los poemas anteriores escritos desde los 12 años hasta los 16 al alimón con su padre, médico, e igualmente poeta.

Y claro. Casanova tiene el perfume de lo malogrado. El atractivo de la juventud y la belleza capturada ya para los restos en una gota de ámbar. El influjo de un Rimbaud cercano y canario. La potencia del que se sabe inmortal y precisamente por eso coquetea con la muerte. El aura de una de esas estrellas del rock atrapadas precozmente por la maldición del club de los 27. Su imagen tiene el sabor de los 70, la década en la que brilló fugazmente y, luego, desapareció. Fue en 1976 mientras se daba una ducha con la espita del gas abierta. ¿Fue un accidente? ¿Algo deliberado? No se sabe.

Un poeta muere joven y se convierte en mito. Por lo menos para unos pocos a los que iluminó el camino. Casanova era canario, de Santa Cruz de Tenerife. Por cierto, que en su diario se pasea un ya incansable Juan Cruz pidiéndole una firma. Casanova con suma agudez escribe: «Para mi amigo, el único que de nada hace una crónica».

Aramburu -suyo es el prólogo de la edición- se encontró junto al editor de Demipage, David Villanueva, en el lugar más indicado para hablar de Casanova, en la Feria del Libro de Las Palmas. Aunque esta vez no habló de Patria, sí de algo muy suyo, de la fascinación que la obra de Casanova despertó en él. «Es una fascinación que algo todavía dura y aunque es cierto que uno acumula edad y aborda las lecturas antiguas de otra manera, a mí Casanova jamás me ha decepcionado. Creo que El don de Vorace es una de las novelas españolas más importantes del siglo XX», explica por teléfono.

La semilla poética se plantó en las islas, pero el fruto creció a kilómetros de distancia, en San Sebastián, donde un grupo de poetas, con idénticas melenas e intereses, un año después de la muerte de Casanova fundaron un grupo, Cloc, de vocación surrealista, sin saber que en Canarias un chico de más o menos sus edades había escrito sobre las mismas cosas. Uno de ellos era Fernando Aramburu, sí, el autor de Patria; otro, Francisco Javier Irazoki. Y, según ellos, Cloc es «el ruido que hacen los garbanzos cuando caen desde un octavo piso sobre las cabezas huecas de los transeúntes», una definición que habría encantado a Casanova.

En el recuento de ese reconocimiento, Aramburu coloca las lecturas, la provocación, un apego enorme a la música -Casanova creó un grupo, Hovno- «y un deseo lúdico de desfamiliarizar la realidad, de hacer una literatura antirrealista». Al novelista no le duelen prendas a la hora de definir como un genio al poeta, porque según él, se dan todas las condiciones: «Una enorme fuerza creativa y una combinación feliz de talento y de obra». Se podría decir que era demasiado joven, que su talento quizá no estaba del todo cumplido, pero él no lo cree así: «En los tres últimos años ya era un escritor maduro. Se percibe en él un abismo a cuyo fondo nunca termina de llegar el lector».

Irazoki, editor en el pasado de sus poemarios, prepara un nuevo libro, Ciento noventa espejos, textos de 190 palabras que publicará Hiperión en octubre. En uno habla de Casanova. «Y aún nos impresiona la facilidad con que Félix Francisco Casanova hizo saltar por los aires una superchería que niega a los autores jóvenes la aptitud para crear novelas importantes».