El director de Amantes era aragonés. Así se consideraba, por eso accedió a que lo introdujéramos en una serie titulada Aragón detrás de la cámara que publiqué con Pablo Pérez en 1990. Procedía de una familia republicana aragonesa que emigró a Barcelona. En sus primeros pasos en la profesión se le asoció a su ciudad natal, primero como productor, luego como director vinculado a la Escuela de Barcelona, esa ola de modernidad que salió el rincón más cosmopolita y avanzado en la España del incipiente desarrollismo. Vicente Aranda fue un tipo inquieto que quiso llevar a las pantallas los desafíos narrativos que abundaban en una década prodigiosa; por eso se inició en solitario con un largometraje libremente inspirado en un relato de Gonzalo Suárez, escritor y cineasta que tenía un toque pop muy renovador, también próximo al citado movimiento. Fata Morgana (1965) contaba para ello con el icono femenino de la renovación barcelonesa, la modelo Teresa Gimpera, encarnación de un colorista mujer alejada de los tristes estereotipos mesetarios...

Tras este ensayo de culto que lo metió de lleno en la Escuela de Barcelona, Aranda se percató de que si quería mantenerse en el oficio debía tocar teclas menos pop pero más populares: lo encontró en una sagaz mezcla de género y erotismo, muy presente en filmes como La novia ensangrentada (1972). Cuando ya había encontrado un hueco en la profesión, volvió a la modernidad literaria, esta vez encarnada en su paisano Juan Marsé: La muchacha de las bragas de oro (1977) y más tarde Si te dicen que caí (1989) serían su particular ajuste de cuentas con las miserias del franquismo, pero también una inteligente traducción fílmica de dos complejos artilugios novelados. También se atrevió con el emblema de la modernidad literaria de su generación, el caleidoscopio Tiempo de silencio (1984), plagado de excursus, monólogos, reflexiones... Recuerdo una conversación con él cuando se disponía a adaptar la novela y cómo me insistía que tras ese alambicado despliegue narrativo de Luis Martín Santos había una trama lineal que él supo exhumar en la película. Algunos han achacado al cine de Aranda cierto naturalismo romo, quintaesencia de ese estilo canónico de la era Miró; pero él tenía una mirada muy personal que trascendía esos corsés estilísticos: extraía realismo del universo fantástico-psicótico de Martín Santos o Marsé y cierto pulso surreal de historias realistas de partida, como en la espléndida Amantes (1991). Con ella se consagró como un avezado escrutador de las pasiones humanas en la pantalla y lo volvió a demostrar en El amante bilingüe, Intruso, Celos, La pasión turca, Juana la Loca o Carmen.

Aranda fue un cronista consciente de nuestra historia contemporánea, especialmente del franquismo, cuya crueldad e injusticia radiografió con las pupilas de Marsé o con su implacable mirada, tan detectable en el memorable díptico sobre El Lute. También se ocupó de la guerra civil en Libertarias (1996), una trova a la revolución anarquista que no pudo ser (boicoteada por los comunistas y abortada por Franco): quizá fue una premonición, porque ese año llegó Aznar a la Moncloa. La historia, entreverada o no con la literatura, está muy presente en toda su filmografía, pero también a vueltas con la pasión; quizá por que esta fuera para este apasionado aragonés la única salida --junto al humor-- que tiene un español ante la opresión sistemática de sus élites. Apasionado ácrata, narrador de vocación, Aranda era un dotadísimo director, un águila del plató que era capaz de convencer a cualquier actor de cualquier reto (Convinvente Aranda le llamaban). De intérpretes como Victoria Abril o Imanol Arias supo sacar sus mejores registros, y también de la literatura, la historia y la pasión de un país muy extraño llamado España que él retrató en su grandeza y sus muchas miserias.