Para mantenerse a flote en un festival de cine no está de más creer en la existencia de los ovnis: películas no del todo explicables, rarísimas, que antes de ver la luz no se antojaban posibles porque parecen proceder de una imaginación alienígena. Lazzaro Felice es ese tipo de cinta. A medio camino entre el cuento popular, el realismo mágico, el drama social, la ciencia ficción de viajes en el tiempo y el retrato de un ser demasiado bueno y puro para este mundo, la nueva película de Alice Rohrwacher le deja a uno primero desconcertado, luego boquiabierto y, en todo momento, fascinado.

Para ello se toma inspiración de algo que sucedió en los 80 en Italia: una noble adinerada se aprovechó de la aislada ubicación de su propiedad para extender la práctica de la aparcería durante años después de su abolición, manteniendo a sus trabajadores no remunerados e ignorantes tanto acerca de sus derechos como del mundo exterior. De hecho, durante sus primeros compases Lazzaro Felice da la sensación de estar ambientada en el siglo XIX. Poco a poco, en cuanto aparecen teléfonos móviles y un walkman y algo de música dance, todo se va haciendo más confuso. Entre las docenas de personas que viven hacinadas en la propiedad, la cámara se centra en Lazzaro, un adolescente perplejo al que el resto de la comunidad toma por el pito del sereno.

Un día, la policía libera a los campesinos y entonces Lazzaro, a quien un accidente parecía haber hecho desaparecer para siempre de la acción, renace gracias a la intervención sobrenatural de un lobo. No sería justo explicar qué sucede después. Si durante la primera mitad de Lazzaro Felice nada parece tener sentido porque todo es un gran anacronismo, en la segunda el anacronismo desaparece -o casi- pero el sinsentido se mantiene, aunque vehiculado por una sátira sobre cómo el tiempo pasa y el mundo avanza pero los explotados siguen agachando la cabeza.

En el proceso, Rohrwacher se muestra heredera de cineastas italianos como Pasolini y Olmi y los hermanos Taviani y hasta Nanni Moretti pero no deudora de ellos. Asimismo, su cinta a ratos parece sacada de un baúl de los recuerdos y a la vez da la sensación de ser algo nunca antes visto. Un ovni o el tipo de filme que todos los festivales deberían tener en su programa, y por supuesto incluir en su palmarés.

La otra aspirante a la Palma de Oro presentada ayer es, se mire como se mire, otra cosa. Decir que Hirokazu Koreeda siempre hace la misma película sería faltar a la verdad, pero sí es cierto que el cine que lo ha hecho famoso parece tener un objetivo común: preguntarse qué es la familia y cuestionar lo que consideramos su formato idóneo. Su cine habla de niños abandonados por su madre, de progenitores que se intercambian bebés, de hermanastras que se descubren mutuamente tras la muerte del padre, gente así. Solo los más optimistas esperarían de él un ovni; lo mejor que el japonés parece dispuesto a ofrecer a estas alturas es algo como Shoplifters.

NARRACIÓN EFECTIVA

Mientras retrata a una familia cuyos miembros se relacionan entre sí a través de vínculos extraños y que sobreviven cometiendo pequeños hurtos, Koreeda vuelve a dejar claro que ni los lazos sanguíneos ni la estabilidad económica garantizan un hogar feliz y funcional, y que hasta los seres humanos más fallidos pueden ser buenos padres o hijos porque, como diría Renoir, todos tienen sus razones. Hacía tiempo que Koreeda no se mostraba tan efectivo narrando sobre todo a través de detalles casi imperceptibles, momentos fugaces y miradas y sonrisas furtivas, buscando el sentimiento pero huyendo del sentimentalismo.

Los protagonistas de Shoplifters son gente dañada y temerosa, para la que la familia es ante todo un escudo protector frente a un sistema que no piensa en ellos y un bálsamo con el que aliviar, aunque temporalmente, el dolor que les causan sus propias miserias.