Ayer, sin especial trascendencia, se celebró el Día mundial de la tapa, que también aspira a convertirse en Patrimonio Cultural Inmaterial. Y como acertadamente señala el decreto correspondiente, uno de los legados positivos del gobierno de Rajoy, lo hace como «tradición cultural». En dicho texto se pueden leer afirmaciones tan curiosas para un Boletín Oficial del Estado como «en realidad, la tapa podría ser considerada como una parte de un todo mucho más amplio y complejo como es la taberna y cultura del bar» o «en el acto de ir de vinos es un espacio de circulación de noticias y rumores locales […] y, sobre todo, de divertimento basado, de manera especial, en la simple compañía del grupo». Y la mejor «El objetivo no es tapear o consumir alimentos, salvo en aquellos lugares que es costumbre poner un pequeño aperitivo, sino juntarse para consumir en común las bebidas».

Todo ello, más o menos, se mantiene en nuestra cultura habitual del tapeo, pero cada vez más el papel relevante que la norma otorga a la bebida se va diluyendo. Bien está que nos ofrezcan auténtica minicocina de lujo en nuestras barras, pero no cuando va en detrimento, tanto de los clásicos, como de la atención a la bebida.

Poco a poco, crecen las croquetas congeladas y las ensaladillas industriales, escasean los vinagrillos y las gambas Orly, mientras que las empanadillas recocidas parecen contenedores de sobras. Y muchos quieren innovación, pero también tradición.

Peor lo tenemos en la bebida, que es de lo que se trata según el BOE, pues las cañas se tiran sin cariño, se desprecia el servicio del vino -al menos temperatura, copa limpia y botella recién abierta- o se empeñan en servirnos unos infumables vermús, pretendidamente caseros, lo cual es ilegal.

Cada cual es libre de ofrecer en su barra lo que desea. Pero quienes reclaman, simplemente, calidad en la propuesta -moderna o clásica- y cariño en la bebida, se sienten, nos sentimos, cada vez más huérfanos.