Es increíble, inaudito, prodigioso, desconcertante, insólito, absolutamente WTF y muchos otros adjetivos de muchas sílabas que Tom Wolfe se metiera en tal cantidad de fregados con su traje blanco y que lo conservara impoluto, incólume.

Y es imposible haber leído a Wolfe sin haberlo imitado alguna vez, como me ha sucedido a mí en este primer párrafo: su prosa es contagiosa como un acento regional, plas, explosiva como un un coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, bum, inquieta y centelleante como el tamborileo de unos dedos largos y finos, tucutú-tucutú-tucutú, sobre el salpicadero de un Cadillac dorado a 80 millas por hora.

Cuando él posó sus brogues bicolores en la sala, en los 50, existía la mágica suposición de que aparecería una generación de escritores similar a la que había surgido después de la primera guerra mundial. Que estaban a punto de firmar la gran novela americana los nuevos Hemingway, Dos Passos y Fitzgerald. Explica en el prólogo de El nuevo periodismo que los Bellow, Roth y Updike se reunían en la White Horse Tavern en Hudson Street y jugaban a imaginar quién sería el primero en abrazar la gloria. Hasta que Wolfe y sus secuaces llegaron al mundo literario enarbolando sus crónicas de revista, «a provocar un pánico, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo... Malditos sean todos, han llegado los bárbaros».

Es cierto que antes existieron los muckrakers, que Rodolfo Walsh ya había escrito Operación masacre, que Terry Southern se le había adelantado, pero parece irrebatible que fue Wolfe quien puso en el mapa el nuevo periodismo. ¿Y qué era tal invento? Escribir reportajes periodísticos con los recursos de composición y estilo propios de la novela, buscando nuevos ángulos y técnicas, haciendo una inmersión abismal en cada tema sin escafandra, llevando al papel el ritmo pop-pop-pop. Mirando donde nadie miraba. Escribiendo sobre el ahora con tal vividez que el presente tuviera futuro.

El invento llegó en el momento adecuado. El pulso espídico de los 60, su bochinche de lucha por los derechos civiles, nuevas subculturas lisérgicas, manifestaciones antibélicas, hombres en la luna y hippies en las nubes, latía demasiado rápido para que la novela tradicional pudiera mecanografiar esa taquicardia. Así que Wolfe, y otros muchos bárbaros, se dedicaron a frecuentar los lugares donde se cocía todo y a intentar captar esa época delirante con un léxico exuberante y una sintaxis demenciada. Y con un trabajo concienzudo: del mismo modo que uno no debe escribir beodo, ni siquiera cuando quiere narrar una borrachera, Wolfe no perdía la distancia periodística cuando se colaba en la burocracia de militantes chicanos y samoanos. Ni cuando retrataba a mods londinenses de clase obrera que giran y giran y que tienen «... La Vida... y un lugar secreto adonde acudir a la hora de comer... a bailar... un underground de mediodía». O a alegres bromistas con floripondios devotos del LSD y de Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco. O a judíos ricos que querían adoptar como mascotas domesticadas a activistas afroamericanos a base de bocadillos de queso roquefort con nuez molida. Y esa distancia, la del dandi casi robótico que sabe mirar, se la daba ese traje blanco.

Cuando un 11 de diciembre del 2013 visitó Barcelona explicó que en los círculos de la izquierda exquisita de los 60 se solía preguntar, muy pedantemente: «¿Dónde estabas tú cuando cayó Barcelona?». Ahora podremos decir: «¿Dónde estabas tú cuando murió Tom Wolfe?».